La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 13 de mayo de 2017

Así en la vida como en el cine


Miguel, mi hijo de tres años, se niega a dormir la siesta sin antes ver durante un rato Toy Story, su película favorita. Hace unos días, me disponía yo a poner en marcha el vídeo cuando me dijo lo siguiente: «Papá, ponlo para que Buzz no se rompa.» Tuve que hacérselo repetir media docena de veces antes de comprender las palabras, aunque el significado oculto tras ellas seguía desafiando mis entendederas (¿no creen que los niños deben tenernos por cenutrios sin solución?). En fin, tras dedicar un buen rato a rascarme la cabeza perplejo, me encogí de hombros y puse en marcha el vídeo sin más. Pero ¡ah fatalidad! ocurrió que en, determinado momento, Buzz Lightyear se cayó por el hueco de las escaleras y se rompió, precisamente lo que Miguel me había rogado que no ocurriera. El llanto desconsolado del niño me hizo comprender que allí había algo más que una simple rabieta. Al principio me dije que mi hijo acababa de sufrir su primera crisis de fe, la que sobreviene cuando descubrimos que papá no es más que un simple mortal incapaz, por tanto, de subvertir el orden natural del universo. Después caí en la cuenta de que los orígenes de su llanto eran de otra índole: mi hijo no concebía una película del mismo modo que los adultos lo hacemos, como una narración en la que los acontecimientos se suceden siempre del mismo modo. Para él, tenía que resultar posible modificar la trama a voluntad, optar por una línea argumental en la que los personajes hicieran cosas distintas a las que nos tienen acostumbrados.
Las sugestivas implicaciones de aquella idea me dejaron pensativo. ¿Se imaginan qué apasionantes horizontes se abrirían para el cine si el espectador pudiera alterar la trama de la película a capricho? Yo siempre he detestado, por ejemplo, que el personaje de Ingrid Bergman deje a Rick en el desenlace de Casablanca. ¿No sería preferible hacer que Ilsa, siquiera de vez en cuando, se quedara con Bogart en lugar de marcharse con el cretino de su marido, tan idealista y perfecto él? Por otro lado, no es que tenga nada en contra del desenlace de Psicosis, pero ¿no resulta monótono saber desde el principio lo de la esquizofrenia homicida de Norman Bates? Aunque sigo disfrutando de la película cada vez que la veo, me fastidia la ausencia de incertidumbre, la resignada certeza de que Anthony Perkins acabará por hacer el numerito del cuchillo vestido con la bata de su madre, y así una y otra vez. Si las películas fueran como mi hijo cree, cada vez que la viéramos el final sería nuevo y sorprendente.
Pero hay algo que me inquieta en todo esto. Tal vez Miguel —quién sabe si todos los niños pequeños— piense que también en la vida cualquier alternativa es posible con sólo desearla. Quizá el mundo para ellos sea como un descomunal videojuego en el que existe la opción de «salvar la partida». De ese modo, siempre cabría la posibilidad de regresar al momento anterior a aquel en que las cosas comenzaron a torcerse y procurar hacerlo todo bien esta vez. Si llego a saberlo... repetimos a menudo. ¿No es cierto que bajo esta tan trillada frase se esconde la angustia de sabernos juguetes del azar? Sin embargo, puede que para los niños pequeños si llego a saberlo sea mucho más que una forma de expresar contrariedad. Sospecho que en su concepción del mundo, aún no contaminada por el dolor, basta con cerrar los ojos y volver a abrirlos para que errores y desgracias nunca hayan ocurrido. Para ellos, vivir debe de resultar tan sencillo como rebobinar una cinta de vídeo y volver a usarla. Los adultos, en cambio, sabemos que en la vida sólo es posible navegar aguas abajo. Nos queda, eso sí, el refugio de los sueños. Lástima que, como sabe muy bien el protagonista de la última película de Alejandro Amenábar, éstos tengan esa maldita tendencia a convertirse en pesadillas. Me cuesta imaginar un momento más atroz que aquel en que un niño «despierta» a la certeza de que el mundo es en realidad un lugar despiadado. Imagino que es entonces cuando nuestra memoria se vacía y arrancan los recuerdos que conservaremos en el futuro. ¿Acaso podríamos seguir viviendo si no fuera así?
También llegará para Miguel el momento de despertar, pero les aseguro que no seré yo quien lo saque de su error, quien le explique que en el mundo real, este feo mundo que hemos inventado con nuestras feas mentes de adulto, los errores casi siempre se pagan, que la vida rara vez nos concede una segunda oportunidad.

La Verdad de Albacete,  12 de febrero de 1998

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