La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 18 de junio de 2016

Azul


Los pueblos antiguos desconocían el color azul. En los casi 26.000 versos atribuidos a Homero el azul no aparece ni una sola vez. Ni siquiera existía la palabra para nombrarlo. El mar de Ulises era del color del vino. El cielo, del color del bronce ¿Pero era así realmente como los griegos antiguos veían el mar y el cielo? No existen diferencias biológicas sustanciales entre los pueblos de la antigüedad  y nosotros. ¿Acaso sufrían entonces de algún tipo de ceguera cromática? Tampoco parece ser esa la respuesta. Debemos ir un paso más allá, a la misma sustancia del pensamiento, que en buena medida es lenguaje. Según el Génesis, Dios crea el mundo al tiempo que nombra las cosas y los seres que lo componen. La palabra contiene al objeto. Para la divinidad, el acto de la creación es un proceso de denominación. En eso no somos tan distintos de los dioses, pues también nosotros conocemos en la medida en que nombramos. El vocabulario para designar los colores arrancó con el blanco y el negro, que permitían distinguir la luz de la oscuridad, el día de la noche. Después, probablemente, el rojo, el color de la sangre, también el color de la muerte y del alimento. Rodeados de mares y de cielos, para los griegos antiguos el concepto de azul carecía de sentido, resultaba demasiado genérico y abstracto. Cierto antropólogo descubrió una tribu en Namibia a quienes les ocurría lo mismo con el verde, que los rodeaba por entero en su selva tropical. Los viejos pueblos esquimales no entendían el blanco sino como docenas de colores con nombres distintos. Nuestro mundo es cada vez más pobre en ideas y en palabras, quizás porque ambas cosas sean en esencia lo mismo. Saber es saber nombrar, y el lenguaje nos proporciona un nombre para cada cosa. No renunciemos a aprenderlos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/6/2016

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