La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 21 de noviembre de 2015

1616


El año próximo conmemoramos el cuarto centenario de la muerte de Cervantes y de Shakespeare, de quienes se dice (y yo lo suscribo) que fueron los dos genios literarios más universales de todos los tiempos. La historiografía es amiga de casualidades y coincidencias, y por ello se afirma que ambos fallecieron en la misma fecha: el 23 de abril de 1616. La realidad, que suele ser más prosaica, nos revela que nuestro Cervantes dio su espíritu (quiero decir que se murió) el día anterior y fue enterrado, sin gran pompa ni circunstancia, en una pequeña iglesia que había a un paso de su casa. Es cierto que Shakespeare falleció por esos días, aunque difícilmente en la misma fecha, puesto que los muy infieles de los ingleses se habían aferrado al calendario juliano con tal de no plegarse a los dictados del papa de Roma. Con todo y con eso, la cercanía de las fechas da que pensar, como si tras la historia de la Literatura hubiera un guionista ávido de sensacionalismo. Pero ahí terminan las coincidencias, pues todo indica que Shakespeare murió convertido en un próspero hacendado, mientras que a Cervantes a duras penas le llegaban los maravedíes para pagar el alquiler de su modesta vivienda de la calle de Francos. Es más, me atrevo a aventurar que cuatrocientos años después, en el 2016, nuestro novelista seguirá siendo el pariente pobre de la pareja. Mientras que los británicos ya anuncian los fastos que preparan para el centenario, puede que aquí tengamos que conformarnos con esa sencilla lápida que han colocado en la iglesia madrileña de San Ildefonso, cuyo epitafio el propio Cervantes tuvo la precaución de escribir: «El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la ida sobre el deseo que tengo de vivir».

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/11/2015

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