La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 30 de noviembre de 2014

Black Friday


Hoy es el «Black Friday», es decir, el «viernes negro». Supongo que el nombre le viene porque en los EE UU, tal día como hoy, se produce el pistoletazo de salida de las compras navideñas, con lo que ello supone de penuria y ruina económica para los tiempos venideros, en claro paralelismo con el «martes negro» con el quedó inaugurada la Gran Depresión del 29. El viernes negro se caracteriza porque es posible encontrar chollos en las tiendas, sobre todo en las grandes superficies y en internet, un anzuelo que muchos tragan y no sueltan hasta el final de las fiestas o hasta quedarse pelados por completo, lo que venga primero. Lo que yo querría es que este viernes negro fuera posible adquirir otras cosas aparte de ropa y cachivaches electrónicos. Quisiera que se pusiera en venta un repelente eficaz para tramposos y embaucadores, y que se vendiera muy rebajado para que todos pudiéramos comprarlo. Que los escaparates se vaciaran de sinvergüenzas, y que los televisores en oferta no mostraran una sola imagen del pequeño Nicolás ni de ningún otro fantasmón de los que acaparan los horarios de máxima audiencia. Quisiera ver una oferta masiva de puestos de trabajo, de viviendas dignas a precios asequibles, de justicia y de fraternidad (ese concepto que todos se empeñan en llamar «solidaridad», como si nunca hubiera habido una revolución en Francia). En la mejor tradición de los buenos deseos navideños, me gustaría que en este país empezaran a ser baratas la honradez y la decencia, porque así todo el mundo tendría su ración de ambas, y que a los tramposos y los mentirosos y los canallas en general les salieran muy caros sus chanchullos. Tal vez peque de ingenuo, pero estoy convencido que todas estas cosas tendrían aún más compradores que los décimos del sorteo de Navidad. ¿Para cuándo un «Black Friday» de todo lo que realmente nos hace falta?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/11/2014

viernes, 21 de noviembre de 2014

Interstellar


Me siento todavía aturdido tras ver «Interstellar», la última película de Christopher Nolan, y eso que ha transcurrido ya casi una semana desde entonces. La mitad de la película la pasé tan mareado como los astronautas, pero el peor momento llegó al final, cuando el protagonista se pasa un buen rato flotando por un cubo teórico donde el tiempo no es más que otra dimensión del espacio. No estoy seguro de si fue a causa de la sensación de vértigo lograda mediante los efectos especiales o más bien fue culpa del bombardeo de datos científicos (la física relativista, los agujeros de gusano, el horizonte de sucesos y la intemerata cuántica), pero hubo un terrible instante en que a punto estuve de salir disparado hacia el baño para echar la papilla, lo que me habría privado del desenlace de tan notable cinta. Y por una vez no estoy siendo irónico. Verán, los aficionados a la ciencia-ficción vivimos un drama permanente: procuramos ver todo o casi todo lo que se estrena en este género, pero lo hacemos con la seguridad de que estamos a punto de llevarnos otra decepción. Pero la última película de Nolan es otra cosa. Más allá de los alien asesinos y de las guerras galácticas, el director británico se atreve a narrar los albores de la colonización humana de otros mundos una vez que el nuestro haya quedado dañado y esquilmado sin remedio, horizonte más que probable al paso que vamos. La película tiene el tono épico de toda buena historia de pioneros. Y además llega en el momento más oportuno posible, casi a la vez que un artefacto fabricado en la Tierra se posa sobre la superficie de un cometa. Al salir del cine, uno no puede evitar elevar la vista y sentir la remota esperanza de que algún día será posible empezar de nuevo allá arriba, y a lo mejor esta vez no lo hacemos tan mal.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/11/2014 

viernes, 14 de noviembre de 2014

El farol de Diógenes


El filósofo Diógenes recorría el ágora portando un farol en pleno día. Según él, estaba buscando a un hombre honrado. En este país Diógenes necesitaría un reflector de los que se usan en la iluminación de los estadios. Pensemos si no en los muchos vuelos a Canarias que todos hemos sufragado para satisfacer la libido desaforada de Monago. Y ya puestos a evocar otros niveles de asco y de vergüenza, recordemos a los Granados, a los Bárcenas, a los Matas y al resto de esa fauna sin escrúpulos que ha convertido el escenario político español en un estercolero. Pablo Iglesias fue tajante en su reciente entrevista con Jordi Évole: «los padres de Podemos son el PP y el PSOE», una confesión que para mí constituye todo un alarde de honradez, pues no deja muy bien parados a las caras visibles de este movimiento que parece dispuesto a arrasar toda la podredumbre como un fuego purificador caído del cielo. Del mismo modo que los terroristas del 11-M fueron los artífices de la victoria electoral de Zapatero, los abusos de los políticos se han convertido en la fuerza vital de ese atractivo monstruo de Frankenstein que es Podemos. Y subrayo lo de «atractivo» porque a mí no dejan de seducirme la idea y sus posibilidades. La política de este país reclama savia nueva. Demasiados lobos alimentados desde cachorros en el muelle seno de los partidos. Demasiados golfos faltos de oficio y sobrados de beneficio. Pero qué gran pena sería que el sitio de los golfos y los oportunistas lo ocupasen otros de la misma calaña. La desilusión y el ansia de revancha son sentimientos muy humanos, pero mejor pensárselo dos veces antes de votar por impulsos irracionales. Estoy convencido de que hay gente honrada y capaz haciendo política. Si le pedimos prestado su farol a Diógenes, seguro que los acabaremos encontrando.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/11/2014

viernes, 7 de noviembre de 2014

Historia


Desde que el IES Bachiller Sabuco ha sido declarado instituto histórico tengo la sensación de que me ha crecido en la chepa un caparazón en forma de sarcófago egipcio. Qué no daría yo por ser capaz de revertir el calendario y verme de nuevo hecho un pimpollo, virgen en las aulas y casi en la vida, aunque en lugar de ejercer en un instituto histórico mi plaza estuviera en uno de esos centros periféricos donde el hormigón todavía huele a fresco y todo está por hacer. Pero uno ya no tiene edad para ensoñaciones inútiles. Es cierto que trabajar en un instituto como el mío imprime cierta vetustez en el ánimo. Pero qué gran privilegio el de transitar a diario por ese espacio amplio y noble que algo tiene de catedralicio, el de oír cómo los altos techos hacen reverberar las voces de los alumnos (que en esencia han sido las mismas durante las ocho décadas que el instituto lleva en pie), el de asomarse por los altos ventanales y contemplar las copas de los pinos del Parque, que eran apenas bonsáis cuando la gran verja de hierro se abrió para acoger a las primeras promociones, de las que formó parte mi propio padre y tantos padres y madres y abuelos y bisabuelos de esta ciudad. Qué gran privilegio el de sentirse eslabón de esta cadena de voces y de rostros, heredero de esta ilustre tradición de vidas consagradas a la enseñanza (como la de mi compañero Ismael González Roldán, que tristemente se apagó la semana pasada). Qué suerte, en fin, que al edifico donde uno se ha dejado la juventud le hayan reconocido la condición de histórico, lo que conlleva privilegios tales como ser enterrado en la cripta del sótano para pasarse la eternidad en compañía de las hordas de la ESO. ¿O no era eso?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/11/2014