La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 27 de diciembre de 2013

El río


Para mis padres

Acabo de cumplir cincuenta años y me ha dado por pensar en Heráclito y su río. A propósito del río de marras, recuerdo que hace tiempo leí un libro de Javier Reverte titulado El corazón de Ulises (libro que no les recomiendo, porque lo encontré lleno de inexactitudes y de tópicos). En la parte que dedica a la ciudad de Éfeso, de donde era natural Heráclito, Reverte cuenta que durante su visita se entretuvo en buscar el famoso río, y que no encontró nada más que una acequia pestilente. Entonces fue cuando el escritor y viajero comprendió la auténtica dimensión de la famosa máxima, la de que no es posible zambullirse dos veces en el mismo río, pues el río de Éfeso estaba tan contaminado y resultaba tan nauseabundo que la primera zambullida bastaría para liquidar al bañista. En realidad, lo que Heráclito dijo no coincide exactamente con lo que se suele citar. De los presocráticos, en el mejor de los casos, se conservan fragmentos, y la traducción más aproximada del fragmento que versa sobre el río sería algo así como «en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos».
Todo fluye, todo cambia y se transforma: el agua, el fuego, la naturaleza entera, y nosotros como parte de ella, nos guste o no. Y sin embargo tenemos la sensación de que no es así, como si quisiéramos preservar nuestra esencia en una especie de cascarón, una cápsula del tiempo inalterable que permanece estática mientras todo lo que la rodea cambia y desaparece. Nos gusta imaginar que el río no nos arrastra, sino que estamos varados en la orilla. Vemos que todo se mueve y se aleja con la corriente: las personas, los hechos, los lugares. Pero nosotros, en esencia, somos lo que fuimos y lo que seremos. El río de Heráclito se nos figura más bien como la marea que lo inunda y lo arrastra todo mientras nosotros observamos desde el muelle. Cuánto nos engañamos. Porque el río del tiempo jamás se seca ni desiste de su inexorable labor de zapa, y no hay criatura que se libre de su empuje y de su efecto, que a veces es lento, casi imperceptible, pero que acaba erosionando hasta la roca más dura y excava cañones y desfiladeros en los asuntos de todos los hombres, y otras veces resulta violento y brutal, como cuando el agua desciende embravecida y desborda sus cauces, y todo lo arrastra y lo destruye, dejando atrás la desolación más absoluta.

Mis cincuenta años recién estrenados no me han convertido en un filósofo. De hecho, toda la filosofía que sé me la enseñó mi profesor Domingo Henares cuando yo aún no había cumplido la mayoría de edad, por lo que siempre le estaré agradecido. Pero querría aprovechar este remanso vacacional para jugar a ser un presocrático de andar por casa. Cierto es que el río de Heráclito es una metáfora, pero me gusta pensar que cada vía humana está ligada a un río de la realidad, o al menos debería estarlo. No he tenido que pensar mucho para averiguar cuál es el mío. Mi río nace cerca de Riopar, en un lugar que todos ustedes han visitado, pero donde yo lo conocí fue unos kilómetros más abajo, en Aýna, al mirar hacia abajo desde un puente que se conoce como El Pontarrón. Porque siempre que practico la arqueología mental y trato de reunir algunos de los fragmentos más antiguos de mi memoria, me veo obligado a regresar a Aýna, donde mi padre era maestro a mediados de los 60. Recuerdo la sinuosa carretera y las peñas y riscos y las calles estrechas llenas de vericuetos. Recuerdo la vega y las huertas, y el parque de La Toba, y mi colegio de Nuestra Señora de lo Alto (¿qué colegio puede presumir de un nombre más hermoso?). Y a Lolita y Primitivo, a Gabriel e Ifigenia, a doña Sara (entonces los maestros vivían todos juntos, acuartelados como la Guardia Civil), a Paco el veterinario, a Eulalia la del casino y a Ilumi, la chica que me cuidaba y que ahora debe de estar a punto de jubilarse. Y aquella sensación de libertad que a duras penas pueden conocer los niños de ciudad de hoy en día, prisioneros en sus casas y en sus guarderías, colegios y academias de inglés. Y recuerdo el río, naturalmente, que como saben tiene el nombre más rimbombante y excesivo de todos los ríos que existen o hayan existido: el río Mundo, nada menos. Y recuerdo que a mis cuatro y cinco años aquel nombre de Mundo tenía para mí pleno sentido, porque el río era el mundo y era más grande que el mundo. Y ahora, a los cincuenta años, cuando el mundo, el tiempo y el río me han arrastrado tan lejos que me encuentro mucho más cerca de la desembocadura que de las fuentes, todas aquellas voces y lugares y sensaciones se vuelven cercanas de repente, y me obstino en la misma ilusión que compartimos todos los seres humanos, la de que sigo teniendo mucho en común con aquel chiquillo de flequillo y pantalón corto que apenas levantaba cuatro palmos del suelo, aquel chiquillo que se asomaba trabajosamente por la barandilla del puente para ver discurrir el río en lo hondo, sin sospechar que corriente abajo lo estaba aguardando el cincuentón que hoy, melancólico, teclea estas líneas. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/12/2013

domingo, 22 de diciembre de 2013

El prado



El prado es un lugar donde todos los usuarios del sistema operativo Windows hemos estado. Seguro que la mayoría de ustedes conocen el sitio. Hay unas colinas cubiertas de hierba bajo un cielo azul intenso adornado por cúmulos. Ni una sola figura humana, ni un animal, ni un pájaro en el cielo. Solo hierba, nubes y silencio. Mucha gente piensa que un lugar tan hermoso y apacible no puede ser real. La creencia general es que se trata de una imagen creada digitalmente, o al menos editada con la ayuda del Photoshop. Pero se equivocan. La fotografía la tomó en 1996 un fotógrafo profesional llamado Charles O’Rear, colaborador habitual de la revista National Geographic. El hombre transitaba por la carretera 12/121, que discurre por el condado de Napa, a una hora de San Francisco. O’Rear se detuvo a un lado de la carretera y tomó la foto con una cámara convencional. Después la vendió a una agencia y se olvidó de ella. Y ese hubiera sido el final de la historia de no ser porque la compañía Microsoft la compró cuatro años más tarde para usarla en el sistema operativo Windows XP, que se lanzó al mercado en 2001. Se trata de uno de los wallpapers que los usuarios pueden elegir como fondos de pantalla. El título de la imagen es Bliss, que no significa exactamente «felicidad», sino algo que está un paso más allá (quizás la traducción más ajustada a nuestro idioma la proporcione la palabra «éxtasis»). Yo juraría que no hay un solo PC en el mundo, fijo o portátil, cuyo monitor no haya mostrado la imagen Bliss en alguna ocasión. Su atractivo es tan intenso que mucha gente confiesa que a veces se distrae de su trabajo y se ensimisma observando el prado, las colinas y las nubes. Paradójicamente, este icono del mundo digital es un paisaje natural que además existe en la realidad. ¿O no es así?
          Les invito ahora a que usen la aplicación Google Earth y se sitúen en las siguientes coordenadas: 38°14'49.89" N 122°24'41.08" W. Comprobarán que no hay mucho que ver. Se trata de un paisaje rural bastante anodino: hierba agostada, unos cables eléctricos, una viña, unas pequeñas colinas al fondo. Pues bien, se trata del sitio exacto donde Charles O’Rear detuvo su coche para tomar la celebérrima foto. Como saben, el valle californiano de Napa es la región de mayor producción vitivinícola de los EE UU (¿quién no recuerda la divertidísima película Entre copas?), pero durante los años 90 muchas viñas californianas se infestaron de filoxera, al igual que los viñedos de medio mundo, y fue necesario arrancarlas, y donde antes estaba la vid creció la hierba. Paradójicamente, fue una plaga devastadora la que dio lugar a una imagen que la totalidad del planeta identifica con los ideales de paz y de felicidad.
          Para mí, la imagen tiene un precedente en el la pintura moderna norteamericana. Me refiero al cuadro titulado Christina’s World, pintado en 1948 por Andrew Wyeth, que se exhibe en el MOMA de Nueva York. El prado del cuadro podría ser el mismo que el de la fotografía. La diferencia es la presencia humana (una muchacha reclinada sobre la hierba en primer término y una granja en lo alto de la colina). Sin embargo, la similitud estética entre ambas imágenes es tan estrecha que no parece sino que esa granja del estado de Maine (la del cuadro) se hubiese materializado a miles de kilómetros de distancia, en el estado de California, justo cuando el fotógrafo Charles O’Rear pasaba por allí con su coche cuarenta años después.
          El secreto de la belleza en el arte no está en el cuadro o en la fotografía, en lo que se plasma, sino en la mirada del artista, en ese instante prodigioso en el que se encuentran lo contemplado y la sensibilidad del observador. El prado de Microsoft solo ha existido de forma fugaz en la cabeza de dos artistas. Uno de ellos lo plasmó con sus pinceles, el otro supo encontrarlo bajo la capa anodina de la realidad y se detuvo a fotografiarlo. El poeta norteamericano Wallace Stevens describió este prodigio en un famoso verso: Beauty is momentary in the mind («la belleza es un instante en la mente»). Un instante que puede justificar toda una vida.
          Muchas veces me he demorado en la contemplación de ambas imágenes. El mundo de Christina y Bliss. En la primero (la pintura) se cuenta una historia: la de Christina Olson, una chica enferma de poliomielitis que se ve obligada a arrastrase sobre la hierba que crece en torno a la granja de su familia. En la segunda (la fotografía) la naturaleza se nos ofrece desnuda de presencia humana. La historia ocurrió antes: la de la plaga de insectos que obligó a arrancar las vides. Pero esa historia no se cuenta en la imagen. Y el prado se exhibe ante nuestros ojos en toda su belleza elemental, como pidiéndonos que sea nuestra mirada la que lo llene de historias. O tal vez ni siquiera eso. Sencillamente invitándonos a descansar la vista y a dejarnos llevar por su silencio. Felicidad en estado puro.


Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 20/12/2013

viernes, 13 de diciembre de 2013

Magdalenas


Desde hace un tiempo vengo observando el enorme auge que han experimentado los programas de temática culinaria, lo que no deja de sorprenderme, pues considero que tan acreedor a convertirse en estrella mediática es un cocinero que hace bien su trabajo como un electricista, un cartero o un profesor de inglés que hagan lo propio. Ahora bien, para desmentir lo que dicta el sentido común no hay más que pensar en Alberto Chicote, un señor regordete y malhumorado al que hemos visto despotricar en varias docenas de cocinas sin dignarse apenas empuñar el mango de una sartén. Y encima ni siquiera sabe contar chistes. Antes estaban Arguiño y compañía, también muy populares, quienes al menos estos se molestaban en explicarnos cómo se guisaban las kokochas y el atún. En los programas que ahora hacen furor, sin embargo, no existe el menor afán didáctico. Se trata de reality shows en el sentido estricto del término, con la única diferencia de que lo que antes se nos mostraba desde una casa aislada cerca Guadalix de la Sierra, ahora transcurre en la cocina de un restaurante o en un plató de televisión transformado en cocina. Por lo demás, todo igual. Las mismas miserias humanas en sus formas más rastreras: codicia, envidia, ira, ruindad, desidia y estupidez sin límites. La única diferencia es la constatación de que en cualquier cocina de cualquier restaurante, además de guisos, se cuecen tragedias, algo que yo al menos habría preferido no saber. Del mismo modo que habría preferido ignorar el estado cochambroso de ciertas cocinas y despensas: cucarachas, ratones, comida podrida… En fin, piensen que el mismo Chicote, un tipo curtido en mil vicisitudes gastronómicas, no pudo evitar echar la papilla tras meter la mano en una freidora y encontrarse algo más que calamares a la romana nadando en la pringue.
El «rico, rico» de Arguiñano dio paso a la cocina molecular de Ferran Adrià, quien se las arregló para endosarnos una de las mayores patrañas de la posmodernidad, la de que la gastronomía es una de las bellas artes, y un buen cocinero puede parangonarse con el mejor pintor o poeta. Pero no hay ascenso a los cielos sin bajada a los infiernos, y para ello esperaba su turno Alberto Chicote, al que solo le faltan un tridente y unos cuernecillos para encarnar al maligno. Aunque, como saben, los tiempos de las ideas originales en televisión pasaron a la historia, y toda esta moda de los reality gastronómicos viene de los EE UU, como no podría ser de otro modo. De hecho, en las vallas publicitarias de la ciudad de Las Vegas pueden verse muchas más fotos del cocinero británico Gordon Ramsay que de Britney Spears o Beyoncé. El espectador norteamericano se ha rendido a la fascinación de los fogones, y con él ha arrastrado a los televidentes del resto del mundo, algo que mi tía Rosario jamás hubiera entendido, por más que sus croquetas fueran el bocado más exquisito que haya degustado paladar humano. Antes la cocina era una actividad doméstica y casi exclusivamente femenina, el reino de las madres, tías y abuelas donde, como mucho, se les permitía el acceso a los niños pequeños. Ahora, al evocar una cocina pensamos en focos y cámaras, en individuos que corren y vociferan frenéticamente, en sartenes que arden y humean, en comensales cabreados y hambrientos, y en Alberto Chicote tirándose de los pelos mientras les grita a los cocineros que aquello es un desastre y que espabilen, coño.
Sin embargo, este espectáculo de la inanidad y la tontería parece haber tocado fondo con un programa que he tenido ocasión de ver recientemente. El título del engendro es Guerra de cupcakes, y la cadena donde se emite se llama Divinity, un canal dedicado a sembrar el universo mediático con el marujeo más nauseabudno. Por si no están familiarizados con el término, les aclaro que un cupcake viene a ser una magdalena con ciertas ínfulas en sus ingredientes y en su decoración. Pero el programa, a pesar de su título, no nos muestra escenas de dos bandos que intentan aniquilarse por el procedimiento de arrojarse pastelillos. El espectáculo consiste en dos equipos de reposteros, cada uno procedente de un rincón de la amplia geografía norteamericana, que intentan derrotarse mediante su arte en la confección de magdalenas. Lo que se dice entretenimiento en estado puro: unos tipos haciendo bizcochos y metiéndolos en el horno, y un jurado que dictamina sobre la consistencia de la masa, el sabor del relleno y la creatividad de los toppings y los frostings, todos ellos más serios que un ocho, como si en lugar de magdalenas lo que se estuviera juzgando fuesen sinfonías o pinturas al óleo.

¿Qué habría pensado mi tía-abuela Rosario (cuyas magdalenas caseras, por cierto, eran un prodigio de sencillez y sabor) ante tanta tontería y exceso? ¡Por Dios! ¿Qué habría pensado Marcel Proust?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/12/2013

domingo, 8 de diciembre de 2013

Faul y Rafael


Existe una teoría según la cual Paul McCartney murió en un accidente de tráfico en 1966. Toda la carrera posterior del Beatle sería, por tanto, un montaje, una farsa perpetrada por un doble. Incluso ha trascendido el nombre de este falso Paul (también conocido como Faul), elegido por el resto de la banda de entre los ganadores de un concurso. Su nombre real era William Campbell, y la primera referencia suya que encontramos está en la letra de With A Little Help From My Friends, segunda canción del LP Sargeant Pepper’s, que fue el siguiente del grupo y el primero en que McCartney firmaría canciones a título póstumo. Al comienzo de está canción se hace referencia a un tal Billy Shears: Billy por William, Shears («tijeras») como alusión velada al modo en que murió el auténtico Paul, decapitado cuando su Aston Martin se empotró contra la parte trasera de un camión.
En internet pueden encontrar pruebas de esta suplantación a montones: fotos de antes y después, mensajes crípticos escondidos en las grabaciones, detalles en las fundas de los discos restantes de los Beatles… Muchos atribuyen este rastro de pruebas escondidas a John Lennon, conocido amante de juegos y acertijos. Parece que John vivió siempre con el remordimiento de este engaño que se urdió con la intención de conservar con vida a la gallina de los huevos de oro, y no pudo resistirse a esta confesión indirecta al alcance únicamente de los ojos y oídos más sagaces. La famosa cubierta de Sgt Pepper’s, sin ir más lejos, está sembrada de pistas. El mismo concepto estético del álbum es el de un funeral en el que una multitud de personalidades rinden tributo al Beatle muerto. En la contracubierta, John, George y Ringo aparecen de frente, mientras que Paul le vuelve la espalda al observador, como si se dispusiera a marcharse. Si abrimos el álbum, encontramos una fotografía de los cuatro Beatles vestidos con uniformes de colores brillantes. En su brazo izquierdo, Paul luce un emblema en el que se leen las iniciales O.P.D., que corresponderían a «Oficially Pronounced Dead» («declarado oficialmente muerto”). La letra de A Day In The Life afirma: «Él se voló los sesos en un automóvil» («He blew his mind out in a car»). En Strawberry Fields Forever, una voz fantasmal y casi imperceptible susurra «I buried Paul» («Yo enterré a Paul»). En otros casos es necesario escuchar las pistas a la inversa para reconocer lamentos como «¡Paul ha muerto, lo echo tanto de menos!». El álbum blanco de los Beatles lo es porque en muchas culturas (particularmente en las orientales) el blanco es el color del duelo. Blanco es también el traje que John Lennon vistió para cruzar el paso de cebra de Abbey Road en la célebre foto, en la que, por cierto, observamos que Paul va descalzo, detalle también muy significativo. En fin, las pruebas son tantas que de nada sirvió la entrevista que McCartney (o su doble) concedió a la revista Life en 1969, en la que (parafraseando a Mark Twain) afirmó que la noticia de su muerte se había exagerado de forma considerable.
En lo que concierne a nuestro país, lo curioso de esta historia es que posee un reflejo en nuestra propia cultura popular. Entre los mitos patrios, ¿quién puede estar a la altura de un Beatle sino Raphael, el eterno y admirado Raphael, el ave fénix de nuestra historia musical contemporánea? ¿Tienen pensado asistir al concierto de esta noche? ¿Han tenido la suerte de conseguir entradas en las primeras filas? Fíjense bien en el rostro del cantante, por favor. ¿No observan los cambios sutiles que existen entre su fisonomía actual y la que tenía antes de la enfermedad a la que nos aseguran que sobrevivió? ¿Podría ser un doble? ¿Un falso Raphael que sustituyó al cantante malogrado? ¿No sería adecuado referirnos a él como Rafael, del mismo modo que el falso Paul fue bautizado como Faul?
Lo cierto es que en nuestro país nunca han faltado imitadores de Raphael (quizás Andrés Pajares haya sido el más excelso de todos ellos) y que la cirugía plástica hace milagros. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que el cantante ha pasado varias veces por el quirófano, y no me estoy refiriendo solamente a su trasplante de hígado. Además de eso, las pruebas se acumulan. En las últimas versiones de Yo soy aquel es posible percibir una voz de ultratumba que pronuncia un claro «no» entre «yo»  y «soy». Los últimos temas del cantante transmiten mensajes estremecedores, casi demoníacos, si se escuchan al revés. Las fotografías abundan en la teoría conspirativa si se observan con lupa. La canción «Escándalo, es un escándalo» adquiere de repente un nuevo significado.
Pero la prueba definitiva la han tenido todos ustedes en las pantallas de sus televisores, aunque quizás la hayan pasado por alto. ¿Qué otra cosa es el famoso anuncio de la Lotería de Navidad sino la despedida que han tributado a Raphael sus compañeros de profesión? ¿Cómo puede interpretarse esa soprano enlutada y rígida sino como una alegoría de la muerte? ¿Qué significa el gesto del cantante al final del anuncio, ese en el que parece estar desenroscando una bombilla mientras tararea la musiquilla de los niños de San Ildefonso («na, na, na, na»)?

Fíjense bien esta noche si asisten al concierto. Háganlo por mí. Ya me contarán. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/12/2013