Las Vegas es la ciudad a la que nunca se regresa. Y
la Interestatal 15 la única autopista del mundo que no conduce a ningún sitio.
Porque (es un secreto a voces) Las Vegas es solo un espejismo en medio del
desierto. Hace dos días aterricé en un aeropuerto nocturno, un no lugar dentro
de un no lugar. Era una terminal enorme y desnuda de viajeros. Pero había
máquinas tragaperras por todas partes, y algunos jugadores que parecían
congelados ante ellas. ¿Qué hacían allí en mitad de la noche, incongruentes
como las imágenes de un sueño? Pero enseguida descubrí que Las Vegas es el
reino de los sueños y de las incongruencias. Dicen que en los hoteles más
lujosos hay habitaciones que tienen cascadas en su interior. Y anoche yo mismo
vi un gran acuario infestado de tiburones dentro del cual había un tobogán de
plástico por el que los bañistas se deslizaban hasta la piscina. Aunque ahora
no estoy seguro de si lo vi o lo soñé. Porque todo en Las Vegas parece teñido
de irrealidad, como esos jugadores solitarios del aeropuerto, o los individuos
que me salen al paso en las atestadas aceras de la avenida que llaman “The
Strip”. Son tipos granujientos que reparten cromos de mujeres desnudas que
resultan ser anuncios de prostitutas. Hasta las putas son irreales en Las
Vegas, aunque sus emisarios me aseguran que las fotos son reales, y que incluso
puedo examinar su certificado médico.
He aquí una ciudad de sueños y de pesadillas. “Soy
demasiado feo para prostituirme”, reza el cartel de un joven mendigo. Más allá
veo a un Elvis zarrapastroso que se fotografía con los turistas. Junto a él,
dos chicas de aspecto adolescente que se cubren únicamente con plumas y
lentejuelas, y que seguramente anuncian algún espectáculo o casino. En el hotel
donde duermo todos los ascensores y las escaleras mecánicas terminan en el
casino. Si quiero desayunar o comprar un souvenir me veo obligado a cruzar el
casino, porque todo aquí está más allá del casino, laberinto de luces
parpadeantes y música estridente del que nunca se logra salir. Un joven alto y
trajeado me coloca una pulsera de papel y me asegura que puedo beber todo lo
que quiera con tal de que apueste mi dinero mientras lo hago. Para mí estás
máquinas son como un jeroglífico egipcio, pero veo la foto de una mujer con
aspecto de ama de casa que obtuvo un jackpot de cuatro millones de
dólares que exhibe en forma de cheque gigantesco. Otro sueño de Las Vegas. Y yo
sigo sin cenar, porque no logro encontrar la salida del laberinto, y me detengo
ante las mesas de póquer, de black jack y de ruleta, donde crupiers exhiben sus
pechos brillantes y siliconados ante las narices de los jugadores, y las pole
dancers ejecutan acrobacias encaramadas a sus barras plateadas. Yo miro con
disimulo y sigo hambriento, y sé que nunca lograré encontrar la salida de este
laberinto de aire acondicionado y neón.
Ante una capilla donde se celebran bodas exhiben un
descapotable de color rosa. Por unos cientos de dólares pueden casarte sentado
en el Cadillac de Elvis, o si lo deseas en tu propio coche, sin necesidad de
bajarte, como en el “drive-thru” de un McDonald’s. Asisto a la erupción de un
volcán en el jardín de un hotel. Paseo por una calle de la antigua Roma bajo un
techo pintado de nubes. Luego contemplo a las parejas navegando en góndola por
los canales de una falsa Venecia escondida en las tripas de un hotel. Las Vegas
sueña con el viejo mundo, pero su sueño es estridente y desmesurado. Huele a
especulación inmobiliaria, a corrupción y a dinero fácil. Es el sueño de un
gángster, del que por fin despierto para encontrarme en un autobús que cruza el
desierto. Viajo hacia el oeste, camino de California, donde quizás los sueños
sean más tangibles. A mi espalda, la ciudad de los casinos y los neones se
desvanece bajo el sol de la mañana. Y sé que nunca regresaré a Las Vegas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/10/2013