La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 25 de febrero de 2013

Dedicatorias




He comprado por internet un libro titulado «Imagina: creciendo con John Lennon». Son las memorias de Julia Baird, la hermana del Beatle asesinado. Lo curioso es que el libro me ha llegado firmado por la autora, lo que no deja de ser una suerte, teniendo en cuenta que la firma lo convierte en un «objeto Beatle de nivel dos» que podría generar un jugoso beneficio si me diera por subastarlo a través de eBay. Pero no tengo la menor intención de deshacerme de él, al menos de momento. Nunca me he considerado un fetichista. Lo que sí soy es bastante mitómano, sobre todo cuando de libros y autores se trata. Con el tiempo he logrado reunir una modesta colección de ejemplares dedicados, por lo que esta inesperada firma de la hermana de John me llena de orgullo de coleccionista. Algo parecido me ocurre con mi ejemplar de «Atlas», de Jorge Luis Borges. Nunca tuve ocasión de conocer en persona al maestro argentino, que murió en 1986 (es decir, cuando yo era apenas un bebé). A quien sí me acerqué fue a la mujer que más cerca estuvo de Borges en toda su vida, es decir, a su esposa María Kodama. Recuerdo que la viuda me regaló una sonrisa enigmática, mitad de geisha mitad de virgen gótica, y luego me dedicó mi ejemplar con las siguientes palabras: «Con mis mejores deseos de futuro». Exactamente la misma frase la usó Juan José Millás para dedicarme una novela suya en la Feria del Libro de Valencia. Aunque aquí la empresa fue más ardua y también más frustrante. Era fin de semana y la feria, que se instala en los jardines de Viveros, reventaba de gente. El caso es que, nada más comprar mi libro, tuve la mala fortuna de enredarme los pies con la correa de un perrito que algún idiota paseaba entre la multitud. La costalada que me pegué fue apoteósica. Pero aún peor fue el tortazo a mi ego que me administró el autor de «El desorden de tu nombre». «Admiro mucho su obra», le espeté con devota sinceridad. Y él, con cara de aburrido, respondió «¿Ah, sí?». Inasequible al desaliento, contraataqué con un poco inspirado. «Yo soy de Albacete. ¿Piensa usted venir pronto por Albacete?». Y Millás, densificando si cabe su expresión de tedio infinito, repuso: «Es un lugar extraño Albacete». Y con esas palabras me alejé del stand de autores, dolido por partida doble y con la sensación de que acababa de derrumbárseme un mito. Más suerte tuve con Juan Manuel de Prada, quien más que una dedicatoria le añadió un capítulo entero a su novela «Las máscaras del héroe», y exclusivamente para mí. Casi una página de dedicatoria manuscrita que, por su larga extensión, no puedo reproducir aquí. La inevitable decepción vino cuando, al comparar mi ejemplar con el de un amigo, descubrí que las dedicatorias eran casi idénticas. En fin, que el eximio de Prada no malgasta su prosa con desconocidos. Yo, en cambio, procuro ser creativo y singular cada vez que dedico un libro. Recuerdo un premio que me dieron en Jaén. Hubo fiesta y le regalaron un ejemplar de mi novela a cada asistente, y eran muchos. Yo había bebido unas copas y me encontraba algo aturullado por la novedad, así que probablemente haya más de un jubilado por ahí que atesore una novela mía con la dedicatoria «al tío más simpático», y alguna señorita que pueda presumir de un libro dedicado «a la chica más guapa». Quizás fuera alguno de ellos el ingrato que se deshizo de su ejemplar en una librería de viejo. Y desde allí saltó a la web de libros usados Iberlibro.com, donde aún puede encontrarse bajo la descripción «ejemplar firmado y dedicado por el autor», y a un precio considerablemente más bajo que en las librerías.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/2/2013 

lunes, 18 de febrero de 2013

Sede vacante




Llevo unos días dándole vueltas a la dimisión (¿abdicación?, ¿renuncia?, ¿jubilación?) de Benedicto XVI. La noticia me pilló por sorpresa, como a todo el mundo. Aunque, a diferencia del grueso de la población, yo me enteré casi 24 horas después de que saltara a los medios, lo que demuestra que mi divorcio con la realidad es cada día más acusado. Un poco lo mismo que le ha ocurrido a Ratzinger. «El hombre no puede soportar demasiada realidad», decía T. S. Eliot en un verso memorable. Y el Papa, por muy vicario de Cristo que sea, no deja de ser un hombre, un hombre anciano e incapaz de soportar una realidad que se le figura intolerable, y mucho menos de oponerse a ella. Corruptelas, intrigas, discordias, traiciones, pederastia, luchas de poder… La iglesia católica trata de guardar las formas y de lavar sus trapos sucios en casa, pero cada vez nos recuerda más a aquella iglesia corrupta de los papas Borgia en la que la riqueza y el poder contaban mucho más que la fe y la salvación eterna. No es raro que los auténticos creyentes busquen formas de espiritualidad más sencillas, más cercanas a la gente y a sus problemas. Si hasta el propio Papa ha decidido dar la espalda a esa iglesia dominada por banqueros de sotana y políticos con alzacuellos, y apartarse de las pompas vaticanas. Aunque no demasiado, pues parece que se va a quedar intramuros de la Santa Sede, en un convento de clausura que van a inventar o a rehabilitar para que él se retire. Estaría feo que todo un expapa disfrutara de su jubilación tomándose un daiquiri a la sombra de un cocotero. Resulta mucho más digno mantenerlo escondido en el Vaticano dedicado a rezar y a escribir sobre la infancia de Jesús (asunto que no invita a la polémica teológica), y libre por tanto de tentaciones tan mundanas como la de hacer declaraciones inoportunas a los medios. Una cosa es ser expresidente del gobierno y tener alguna que otra salida de tono, y otra muy distinta es ser el exsucesor de Pedro. ¿Se imaginan a Joseph Ratzinger en plan Berlusconi o José María Aznar? En fin, que se comprende la importancia del asunto del aislamiento o reclusión o como quiera llamársele. Además, no sería decoroso tener al papa anterior paseando por la plaza de San Pedro y haciéndose fotos con los turistas, como esos tipos que hay en Disneylandia disfrazados del pato Donald o de Mickey Mouse. Y eso que el Vaticano tiene mucho de parque de atracciones, como sabe cualquiera que haya pasado por allí. La pregunta que me asalta a veces es por qué las cosas vaticanas nos fascinan de esa manera. ¿Qué habría sido de Dan Brown sin esas apenas 44 hectáreas en las que se concentra más historia y más intrigas que en cualquier país hecho y derecho? Poco tiene que ver todo esto con la fe y la espiritualidad, sospecho, porque la religión es otra cosa y cada cual la vive (o no la vive) a su manera. Para mí, por ejemplo, la religión es el aburrimiento de la misa de doce en San Juan, apenas aliviado por la contemplación de las pinturas de don Casimiro, que eran como un gigantesco tebeo, con sus jinetes del Apocalipsis y sus tipos despellejados. Y también los calamares a la romana en Los Corales, a la salida. Y (cómo no) el miedo al infierno y el remordimiento que nos provocaba el despertar a la sexualidad. Porque —admitámoslo— la religión católica ha sido importante para los españoles de mi generación, y ello sin necesidad de haber sido monaguillos o de haber pasado por un colegio de curas. Por eso me interesa la noticia de que el Papa haya dimitido, un gesto en el que encuentro grandes dosis de honradez y de dignidad. Ojalá tomaran nota algunos que yo me sé.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/2/2013

domingo, 10 de febrero de 2013

El antivirus



Mi portátil tarda cada día más tiempo en arrancar. Recién comprado, apenas tenía que esperar un minuto desde que pulsaba el botón de encendido hasta que podía empezar a trabajar con él. Ahora, entre un momento y el otro me da tiempo a tomarme un café, ir al servicio y, en los días peores, incluso bajar a comprar el periódico. Me dicen que debo tener algún virus informático, pero mi antivirus no protesta, y eso que lo mantengo escrupulosamente actualizado. Aunque, tratándose de un antivirus gratuito, puede ser que se haya vendido al mejor postor. Es el problema de estar poco acostumbrado a pagar por cosas de internet: música gratis, películas gratis, libros gratis, antivirus gratis. Todo gratis, sí, pero al final acaban metiéndotela doblada. A buen seguro, mi antivirus gratuito está actuando a modo de caballo de Troya, abriéndole la puerta de atrás de mi portátil a toda suerte de software comercial, espía o qué se  yo. A saber qué es lo que ocurre en los entresijos de mi máquina durante esos cinco minutos largos que el sistema operativo tarda en arrancar. Me imagino que el antivirus, como si de un capo mafioso se tratara, va ganando terreno poco a poco, estableciendo día a día su dominio sobre mi memoria ram y mi disco duro, facilitando mi información personal de forma ilícita, robando mis contactos y vendiéndolos a anunciantes sin escrúpulos, chivándose de mis gustos (hasta de los más inconfesables), aireando mi información bancaria… A lo mejor un día conecto el ordenador y descubro que mi antivirus gratuito ha completado el proceso de despedazarme y venderme en trocitos. Lo sabré porque de pronto habré dejado de recibir emails de mis amigos y familiares. En mi correo solo habrá mensajes de vendedores de viagra, de alargadores de pene, de fabricantes de relojes rólex de pega. Prefiero no pensar en ello, porque en los últimos días todo el correo que he recibido ha sido como el que acabo de describir. Me llega tanto correo basura que mis filtros de spam se han declarado en huelga y han dejado de eliminarlo. Me siento solo y asediado por vendedores de cosas cutres. Y todo es por culpa de mi antivirus gratuito, que al final me está saliendo muy caro. ¿Y quién sabe cómo terminará esto? Hasta podría ocurrir que el alevoso software acabe tomando el timón por completo, no ya de mi portátil, sino de mi vida entera. A lo mejor un día me levanto y descubro que ya no existo porque él ha usurpado mi personalidad por completo. Ahora es el antivirus quien controla mis cuentas bancarias y dilapida mis ahorros en viagra y alargadores de pene y rólex falsos. Una idea sin duda inquietante que, sin embargo, encierra también su dosis de consuelo. Ya que mi antivirus gratuito se ha propuesto usurpar mi personalidad, que lo haga a conciencia y sea él quien asuma la tarea de ser yo: que haga mi trabajo, que pague mis impuestos, que afronte mis deudas, que solucione mis problemas y que les pare los pies a esos imbéciles que me complican la existencia. Que sea él quien viva mi vida. En cuanto a mí, libre de mí mismo y de esta trabajosa identidad que he construido durante tantos años, puede que tenga tiempo por fin de hacer esas cosas que siempre he querido hacer: cultivar un huerto, practicar el yoga, abrazar el budismo, aprender japonés, escribir poesía… ¿Pero qué estoy diciendo? No quiero hacer ninguna de esas idioteces. Quiero seguir siendo quien soy. De modo que aquí y ahora me declaro en rebeldía contra mi antivirus gratuito y sus insidiosos planes, y anuncio mi intención de acabar con él por el heroico procedimiento de formatear mi disco duro. Y si el lunes próximo esta columna trata sobre viagra, alargadores de pene y rólex falsos, entonces sabrán ustedes quién ha ganado la batalla.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/2/2013

lunes, 4 de febrero de 2013

Familias



Tengo un amigo norteamericano que lleva cuarenta años visitando nuestro país regularmente. Más de una vez me ha hablado del choque cultural que le supuso venir por primera vez, allá a principios de los setenta, cuando el franquismo daba sus últimos y feroces coletazos. Él tenía apenas treinta años y se había divorciado poco antes. «Mi mujer y yo nos repartimos lo poco que teníamos», me cuenta. «Luego dimos una fiesta para los amigos antes de que llegara el camión de mudanzas». En tremendo contraste con estos modos tan civilizados, lo que encontró aquí fue un país anclado en un conservadurismo casi troglodita, un país donde no se concebía más familia que la de toda la vida. Cuánto han cambiado las cosas, ¿verdad?
Ahora hay familias monoparentales y parejas del mismo sexo. Los que antes eran denostados por vivir «amancebados» o «en pecado» son ahora «parejas de hecho» y se han convertido en el modelo en auge. Hoy en día las parejas se rompen y se recombinan constantemente. Los hijos viven con uno de los progenitores y con el compañero sentimental de este, y pasan el fin de semana con el otro progenitor y con su correspondiente pareja. También hay hijos en custodia compartida que pasan la mitad del día en un hogar y la otra mitad en otro, o se reparten por semanas, o por meses. Bajo el mismo techo pueden coincidir niños y adolescentes de distintas camadas. Las vacaciones se alternan, y los chavales van y vienen de una casa a otra como si fuera lo más natural del mundo: hogares distintos, ambientes diversos y, en muchas ocasiones, reglas dispares. Y no es extraño el caso (varios conozco ya) de que mamá se eche una novia o papá un novio.
En unos pocos lustros hemos pasado de ser un país medieval a convertirnos en adalides de la modernidad. Incluso nos sorprende comprobar que en la vecina Francia, a la que siempre tuvimos por la más avanzada de las naciones, existe una fuerte contestación social a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, cuando aquí ya tenemos esa cuestión normalizada, o eso dicen. Ha sido un cambio drástico el nuestro. Drástico y veloz. Pero solo hay que pararse y observar un poco para comprobar que no es oro todo lo que reluce. Puede que este atracón de modernidad se nos haya indigestado un poco.
La realidad es que vivimos todas esas situaciones descritas con una actitud que se parece más a la resignación que a la normalidad. Las soportamos porque no nos queda más remedio, pero a menudo nos provocan desconcierto, dolor e incluso ira. Nos desagrada tener que compartir a nuestros hijos. Pero si nuestros «ex» viven con otra persona, con un extraño, el desagrado se convierte en repugnancia, en algo intolerable. Nunca hemos sido un pueblo moderado ni racional. Pero el auténtico problema, en mi opinión, ha sido la falta de tiempo para adaptarse a todas esas situaciones nuevas. Admitámoslo, no estamos preparados para ser tan modernos. Hemos vivido una revolución en los modelos de relaciones y de familia, pero seguimos pensando con la misma mentalidad que nuestros padres. Nos dicen que tras una ruptura debemos mantener una relación fluida con el antiguo cónyuge (por el bien de los niños, etc). Sin embargo, en muchos casos los «ex» se convierten en presencias molestas y amenazantes, en fantasmas con quienes la comunicación resulta imposible, pero a los que nunca conseguimos expulsar del todo de nuestras vidas.
 Más raro es el caso que me cuenta cierta amiga, cuyos dos «ex» han acabado desarrollando un gran afecto mutuo. Se visitan con frecuencia, se invitan a las celebraciones familiares y quedan para ir de copas. Lo que hay que ver.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/2/2013