La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 13 de diciembre de 2013

Magdalenas


Desde hace un tiempo vengo observando el enorme auge que han experimentado los programas de temática culinaria, lo que no deja de sorprenderme, pues considero que tan acreedor a convertirse en estrella mediática es un cocinero que hace bien su trabajo como un electricista, un cartero o un profesor de inglés que hagan lo propio. Ahora bien, para desmentir lo que dicta el sentido común no hay más que pensar en Alberto Chicote, un señor regordete y malhumorado al que hemos visto despotricar en varias docenas de cocinas sin dignarse apenas empuñar el mango de una sartén. Y encima ni siquiera sabe contar chistes. Antes estaban Arguiño y compañía, también muy populares, quienes al menos estos se molestaban en explicarnos cómo se guisaban las kokochas y el atún. En los programas que ahora hacen furor, sin embargo, no existe el menor afán didáctico. Se trata de reality shows en el sentido estricto del término, con la única diferencia de que lo que antes se nos mostraba desde una casa aislada cerca Guadalix de la Sierra, ahora transcurre en la cocina de un restaurante o en un plató de televisión transformado en cocina. Por lo demás, todo igual. Las mismas miserias humanas en sus formas más rastreras: codicia, envidia, ira, ruindad, desidia y estupidez sin límites. La única diferencia es la constatación de que en cualquier cocina de cualquier restaurante, además de guisos, se cuecen tragedias, algo que yo al menos habría preferido no saber. Del mismo modo que habría preferido ignorar el estado cochambroso de ciertas cocinas y despensas: cucarachas, ratones, comida podrida… En fin, piensen que el mismo Chicote, un tipo curtido en mil vicisitudes gastronómicas, no pudo evitar echar la papilla tras meter la mano en una freidora y encontrarse algo más que calamares a la romana nadando en la pringue.
El «rico, rico» de Arguiñano dio paso a la cocina molecular de Ferran Adrià, quien se las arregló para endosarnos una de las mayores patrañas de la posmodernidad, la de que la gastronomía es una de las bellas artes, y un buen cocinero puede parangonarse con el mejor pintor o poeta. Pero no hay ascenso a los cielos sin bajada a los infiernos, y para ello esperaba su turno Alberto Chicote, al que solo le faltan un tridente y unos cuernecillos para encarnar al maligno. Aunque, como saben, los tiempos de las ideas originales en televisión pasaron a la historia, y toda esta moda de los reality gastronómicos viene de los EE UU, como no podría ser de otro modo. De hecho, en las vallas publicitarias de la ciudad de Las Vegas pueden verse muchas más fotos del cocinero británico Gordon Ramsay que de Britney Spears o Beyoncé. El espectador norteamericano se ha rendido a la fascinación de los fogones, y con él ha arrastrado a los televidentes del resto del mundo, algo que mi tía Rosario jamás hubiera entendido, por más que sus croquetas fueran el bocado más exquisito que haya degustado paladar humano. Antes la cocina era una actividad doméstica y casi exclusivamente femenina, el reino de las madres, tías y abuelas donde, como mucho, se les permitía el acceso a los niños pequeños. Ahora, al evocar una cocina pensamos en focos y cámaras, en individuos que corren y vociferan frenéticamente, en sartenes que arden y humean, en comensales cabreados y hambrientos, y en Alberto Chicote tirándose de los pelos mientras les grita a los cocineros que aquello es un desastre y que espabilen, coño.
Sin embargo, este espectáculo de la inanidad y la tontería parece haber tocado fondo con un programa que he tenido ocasión de ver recientemente. El título del engendro es Guerra de cupcakes, y la cadena donde se emite se llama Divinity, un canal dedicado a sembrar el universo mediático con el marujeo más nauseabudno. Por si no están familiarizados con el término, les aclaro que un cupcake viene a ser una magdalena con ciertas ínfulas en sus ingredientes y en su decoración. Pero el programa, a pesar de su título, no nos muestra escenas de dos bandos que intentan aniquilarse por el procedimiento de arrojarse pastelillos. El espectáculo consiste en dos equipos de reposteros, cada uno procedente de un rincón de la amplia geografía norteamericana, que intentan derrotarse mediante su arte en la confección de magdalenas. Lo que se dice entretenimiento en estado puro: unos tipos haciendo bizcochos y metiéndolos en el horno, y un jurado que dictamina sobre la consistencia de la masa, el sabor del relleno y la creatividad de los toppings y los frostings, todos ellos más serios que un ocho, como si en lugar de magdalenas lo que se estuviera juzgando fuesen sinfonías o pinturas al óleo.

¿Qué habría pensado mi tía-abuela Rosario (cuyas magdalenas caseras, por cierto, eran un prodigio de sencillez y sabor) ante tanta tontería y exceso? ¡Por Dios! ¿Qué habría pensado Marcel Proust?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/12/2013

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