Recuerdo que en mis años de facultad estaba muy de
moda cierto ensayo titulado Cultura y
simulacro, del filósofo francés Jean Baudrillard. Simplificando mucho, lo
que Baudrillard venía a decir era que en la sociedad posmoderna se tiende a
sustituir lo real por simulaciones o simulacros de la realidad. Para ilustrar
su tesis, el autor echaba mano de un célebre relato de Borges titulado Del rigor en la ciencia, en el que se
evoca un país donde la ciencia de la cartografía ha alcanzado tal grado de
exactitud que los mapas son del mismo tamaño que los territorios que retratan.
Así pues, resulta imposible distinguir el mapa del territorio, el objeto real
del simulacro. La idea es sugestiva y aplicable a casi todos los aspectos de esta
realidad que cada vez lleva más camino de convertirse en «hiperrealidad». Con
todo, dudo que al publicar su libro Baudillard tuviera siquiera un atisbo del
alcance que su teoría llegaría a cobrar en esta posmodernidad de la
posmodernidad que ahora vivimos.
La realidad nos inquieta, nos da miedo, incluso
asco. Cada vez nos sentimos más limitados en el mundo tangible y más cómodos en
el mundo de los simulacros. Encerrados en sus casas, los niños pasan los fines
de semana jugando con sus consolas. La que más les gusta es la wii, porque
simula los juegos y deportes que antes se practicaban al aire libre, cuando las
calles no eran todavía peligrosas. Mientras tanto, sus padres imaginan que
tienen una vida social a través del Facebook, donde las relaciones son fáciles
y agradables, sin los riesgos del grosero cara a cara. Algunos incluso han
sustituido el sexo por un simulacro de sexo a través de la web. Baudillard
nunca imaginó la dimensión que su teoría llegaría a alcanzar gracias a la popularización
de la informática doméstica. El mundo se ha convertido en un laberinto de
simulacros. La realidad queda en segundo plano, se desdibuja, desaparece. Casi
todas las cartas son ahora e-mails,
el ligoteo en bares y discotecas ha dado paso al e-dating, el libro de papel se ha convertido en e-book. Y ahora el cigarrillo de toda la
vida se ha trasmutado en e-cigarette.
Las tiendas de cigarrillos electrónicos han surgido
de un modo misterioso, casi de la noche a la mañana, como si de una
confabulación se tratase. Al lado del instituto donde trabajo han abierto uno
de estos extraños establecimientos, dos esquinas más allá hay otro, y me
informan de la existencia de varios más diseminados por toda la ciudad. «¿Fumas
o vapeas?», nos preguntan misteriosamente en los carteles publicitarios de los
escaparates. Y aunque uno no haga ni una cosa ni la otra, el curioso neologismo
le empuja a contemplar el género. Lo que venden es una mezcla entre boquilla y
pluma estilográfica, junto con unas botellitas adornadas con dibujos de frutas.
Nos informamos en el interior y resulta que las boquillas esconden una diminuta
fuente de energía que se carga mediante una conexión USB, y que sirve para
convertir en vapor el contenido de las botellitas. Así pues, uno puede aspirar
vapor aromatizado dondequiera que se le antoje. Viene a ser como una cachimba
portátil, pero sin cachimba. Pero lo más curioso es lo que las botellitas del
mejunje fumable contienen nicotina en distintas concentraciones. Y entonces es
cuando comprendemos que estamos ante el invento del siglo: nuestra legislación
no prohíbe la inhalación y exhalación de vapor en locales públicos, de modo que
los fumadores pueden ponerse ciegos a nicotina sin infringir ley alguna ni
pasar frío en la puerta. Y luego está el aspecto terapéutico: podemos comprar
el mejunje (que por cierto se denomina e-líquido)
con concentraciones decrecientes de nicotina, hasta que llegue un día en que el
contenido de nicotina sea cero y el vapeo se vuelva completamente inocuo. Por
si fuera poco, podemos incluso comprarlo con sabor a tabaco, lo que viene a ser
como tomarse una cocacola light sin
cafeína (otro buen ejemplo de simulacro, por cierto).
Dejé de fumar hace catorce años. Mi hábito era
compulsivo y mi adicción muy fuerte. Lo conseguí a la tercera y me costó
horrores. En su momento, saludé la ley antitabaco como un progreso de nuestra
sociedad. Ahora me vienen con esto del vapeo y no puedo dejar de imaginar los
bares y restaurantes inundados por espesas nubes de vapor de aromas frutales,
algo así como grandes baños turcos perfumados. Y ya no sé lo que es peor. Porque
los efectos nocivos del consumo de tabaco (activo y pasivo) ya los conocemos
bien. Todos hemos visto en las cajetillas las fotos de dientes negros y
bronquios arrasados. Los efectos del vapeo, sin embargo, todavía no se han
estudiado a fondo, aunque creo que el principal es muy evidente: uno debe de
sentirse muy gilipollas chupando ese artilugio en público.
Por cierto, al lado de la tienda de cigarrillos de
vapor han abierto otra en la que venden complementos dietéticos para
culturistas, es decir, simulacros de auténtica comida. Menos mal que al otro
lado hay una tienda de bicicletas de las de verdad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/10/2013
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