Por aquello de que existe un día de casi todo, el
sábado pasado tocó celebrar el día internacional de las personas sordas, lo que
queda mucho más fino que decir «el día internacional de los sordos», y más
corto que «día internacional de los sordos y las sordas». Y nada más lejos de
mi ánimo que ironizar sobre ello, porque de vez en cuando es necesario poner
bajo el foco de la actualidad los problemas de un colectivo humano, sobre todo
cuando uno se libra de las clásicas señoras haciendo la cuestación por la
calle, imagen tan propia del Régimen que aún me sorprende que sobreviva en
determinadas fechas. Pero volvamos a las personas sordas. ¿Qué se entiende por
sordo? ¿Son sordos solamente aquellos que nacen privados del sentido del oído y
tienen, por tanto, graves problemas para adquirir el lenguaje? ¿Qué hay de los
míos, los que siempre hemos oído mal y cada vez oímos peor? ¿Entramos nosotros
también en la categoría de «personas sordas» o deberíamos reclamar el día
internacional de las personas duras de oído?
Hay una novela del humorista británico David Lodge
que debería leer todo aquel que quiera comprender el mundo de los sordos
parciales. Se titula La vida en sordina,
y su protagonista es el profesor universitario Desmond Bates, que disfruta de
una jubilación anticipada pero sufre de una sordera progresiva que cada vez le
complica más la existencia. Una de las cosas que más fastidian a Bates es el
hecho de que todo el mundo se compadece de un ciego, de un parapléjico o de
alguien que sufre una discapacidad visible. Sin embargo, el sordo (o el medio
sordo) se ha considerado tradicionalmente una figura cómica, el candidato ideal
para protagonizar un chiste. Mi abuela ya me contaba aquello de «¿Esta leche es
leche buena? Sí, y mañana Navidad.» Y nadie de mis años ha olvidado al abuelo
de la familia Cebolleta, el que contaba batallitas, llevaba el pie vendado por
la gota y gastaba trompetilla. La gran tragedia del medio sordo (o «teniente»)
es que su limitación a menudo se confunde con idiotez. La mayoría de la gente
corre a ayudar a un ciego con problemas para cruzar la calle. Pero si alguien
nos pide que le repitamos lo que acabamos de decir, nos impacientamos y lo
tildamos de torpe en nuestro fuero interno.
Mi padre está totalmente sordo del oído derecho por
culpa de una enfermedad infantil. Cuando conducía, resultaba inútil hablarle,
incluso peligroso, porque podía sobresaltarse si se le levantaba la voz. Con
los años sus problemas se han acentuado de forma considerable. Confieso que
muchas veces me he impacientado hablando con él. «¿Qué, qué?» «No, nada, nada».
Y cuando llamo por teléfono, pregunto directamente por mi madre. Habituado a
este trato discriminatorio, creo que mi padre ha acabado por sacar ventaja de
la situación, pues se libra de muchas conversaciones idiotas y se refugia en la
tranquilidad de sus libros (entre ellos La
vida en sordina, que le regalé hace años). Sin embargo, ahora comprendo lo
injusto y desconsiderado de mi actitud.
Pero parece que existe una justicia cósmica, porque
a mis casi cincuenta años, también yo me encuentro aquejado de una pérdida
acústica galopante, y empiezo a sufrir en carne propia los problemas de mi
padre y de otros hipoacúsicos parciales. Cuando me hablan en ambientes
ruidosos, soy incapaz de entender prácticamente nada. En situaciones sociales
me he convertido en una auténtica nulidad, pues prefiero asentir y sonreír
antes que pedirles a mis interlocutores que me repitan sus frases dos o tres
veces (ya saben, el miedo del sordo a quedar como un idiota). Con frecuencia
pierdo el hilo de las conversaciones y trato de recuperarlo a la desesperada
captando palabras sueltas aquí y allá, estrategia que casi nunca funciona. La
televisión atruena por las noches en mi casa, pues de otro modo no consigo
seguir los diálogos. Y para mí el cine es siempre subtitulado, pues me veo
obligado a usar los subtítulos de los DVD si no quiero perderme a mitad del
argumento.
Pero la peor parte es la que corresponde a mi vida
profesional. Una sordera incipiente es un problema en cualquier actividad, pero
para un profesor de idiomas, como es mi caso, puede ser trágico. No entiendo a
mis alumnos cuando me hablan en inglés. No sé si lo que dicen es correcto o no
y, lo que es peor, nunca puedo estar seguro de si la culpa es suya o mía. A
principios de curso siempre les pido que me hablen fuerte y claro, pero
enseguida lo olvidan. Y no hay ambiente con más contaminación acústica que un
aula, donde el runrún de las animadas conversaciones de los alumnos es el incesante
fondo sonoro en el que se desarrolla nuestro trabajo. Casi siempre tengo que
pedirles que me repitan lo que acaban de decir. Uno de ellos se dirige a mí,
los demás hablan con sus compañeros y yo no entiendo nada de nada.
Y este es el drama de quienes vivimos nuestras
vidas en sordina, de quienes somos aspirantes a abuelos Cebolleta, de quienes
nunca sabemos si nos están llamando sordos o gordos, de quienes, en fin, jamás
disfrutaremos de un día internacional para nosotros solos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/10/2013
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