La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 29 de octubre de 2013

Leaving Las Vegas

      
Las Vegas es la ciudad a la que nunca se regresa. Y la Interestatal 15 la única autopista del mundo que no conduce a ningún sitio. Porque (es un secreto a voces) Las Vegas es solo un espejismo en medio del desierto. Hace dos días aterricé en un aeropuerto nocturno, un no lugar dentro de un no lugar. Era una terminal enorme y desnuda de viajeros. Pero había máquinas tragaperras por todas partes, y algunos jugadores que parecían congelados ante ellas. ¿Qué hacían allí en mitad de la noche, incongruentes como las imágenes de un sueño? Pero enseguida descubrí que Las Vegas es el reino de los sueños y de las incongruencias. Dicen que en los hoteles más lujosos hay habitaciones que tienen cascadas en su interior. Y anoche yo mismo vi un gran acuario infestado de tiburones dentro del cual había un tobogán de plástico por el que los bañistas se deslizaban hasta la piscina. Aunque ahora no estoy seguro de si lo vi o lo soñé. Porque todo en Las Vegas parece teñido de irrealidad, como esos jugadores solitarios del aeropuerto, o los individuos que me salen al paso en las atestadas aceras de la avenida que llaman “The Strip”. Son tipos granujientos que reparten cromos de mujeres desnudas que resultan ser anuncios de prostitutas. Hasta las putas son irreales en Las Vegas, aunque sus emisarios me aseguran que las fotos son reales, y que incluso puedo examinar su certificado médico.
      He aquí una ciudad de sueños y de pesadillas. “Soy demasiado feo para prostituirme”, reza el cartel de un joven mendigo. Más allá veo a un Elvis zarrapastroso que se fotografía con los turistas. Junto a él, dos chicas de aspecto adolescente que se cubren únicamente con plumas y lentejuelas, y que seguramente anuncian algún espectáculo o casino. En el hotel donde duermo todos los ascensores y las escaleras mecánicas terminan en el casino. Si quiero desayunar o comprar un souvenir me veo obligado a cruzar el casino, porque todo aquí está más allá del casino, laberinto de luces parpadeantes y música estridente del que nunca se logra salir. Un joven alto y trajeado me coloca una pulsera de papel y me asegura que puedo beber todo lo que quiera con tal de que apueste mi dinero mientras lo hago. Para mí estás máquinas son como un jeroglífico egipcio, pero veo la foto de una mujer con aspecto de ama de casa que obtuvo un jackpot de cuatro millones de dólares que exhibe en forma de cheque gigantesco. Otro sueño de Las Vegas. Y yo sigo sin cenar, porque no logro encontrar la salida del laberinto, y me detengo ante las mesas de póquer, de black jack y de ruleta, donde crupiers exhiben sus pechos brillantes y siliconados ante las narices de los jugadores, y las pole dancers ejecutan acrobacias encaramadas a sus barras plateadas. Yo miro con disimulo y sigo hambriento, y sé que nunca lograré encontrar la salida de este laberinto de aire acondicionado y neón.

      Ante una capilla donde se celebran bodas exhiben un descapotable de color rosa. Por unos cientos de dólares pueden casarte sentado en el Cadillac de Elvis, o si lo deseas en tu propio coche, sin necesidad de bajarte, como en el “drive-thru” de un McDonald’s. Asisto a la erupción de un volcán en el jardín de un hotel. Paseo por una calle de la antigua Roma bajo un techo pintado de nubes. Luego contemplo a las parejas navegando en góndola por los canales de una falsa Venecia escondida en las tripas de un hotel. Las Vegas sueña con el viejo mundo, pero su sueño es estridente y desmesurado. Huele a especulación inmobiliaria, a corrupción y a dinero fácil. Es el sueño de un gángster, del que por fin despierto para encontrarme en un autobús que cruza el desierto. Viajo hacia el oeste, camino de California, donde quizás los sueños sean más tangibles. A mi espalda, la ciudad de los casinos y los neones se desvanece bajo el sol de la mañana. Y sé que nunca regresaré a Las Vegas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/10/2013

viernes, 18 de octubre de 2013

Una moneda de plata


Mañana me caso. ¿Quién me iba a decir que iba a volver a vestirme de novio con mi casi medio siglo a la espalda? Pero la vida no deja de sorprenderle a uno. Y algunas de esas sorpresas son incluso felices. En general, los preparativos de esta boda han resultado agradables. No ha habido nervios ni discrepancias ni interferencias familiares ni tensiones de ningún género. Hemos elegido el Ayuntamiento de Chinchilla para celebrar el acto, porque de ese modo añadiremos al enlace el placer de que nos case Arturo Tendero, gran poeta, mejor amigo y encima alcalde. Y resulta que mi regalo para los invitados será una recopilación de estos artículos que voy publicando semana tras semana. Ya se habrán dado cuenta de que lo que suelo contar en ellos son historias extraídas de mi propia vida. A poco que me hayan seguido, también habrán comprobado la presencia recurrente de un segundo personaje al que yo he dado en llamar «mi amiga». La conocieron cuando les conté que había dejado caer su flamante smartphone por la taza del váter, lo que a mis ojos le hizo ganar muchos puntos en belleza y encanto (y eso que ya andaba sobrada de ambas cosas). También supieron de su manía por embarcarme en imposibles trabajos de bricolaje, trabajos que casi siempre acaban en catástrofe. Les conté que se las ingenió para hacerme participar dos años consecutivos en la cabalgata de Feria ataviado de manchegazo de pies a cabeza. E incluso para emprender una inolvidable excursión al parque Warner en compañía de sus dos gemelas y de mi hijo post-adolescente, que todavía no me lo ha perdonado. Creo que la última noticia que tuvieron de ella fue la de su peculiar mudanza a base de empujar carritos de supermercado por esas calles de Dios. Ya les dije que había participado activamente en esa mudanza. Lo que omití fue que esa mudanza era también la mía.
Creo que ya habrán adivinado que «mi amiga» es en realidad mi novia, la mujer con la que me caso mañana en Chinchilla. Sé que no es este el lugar adecuado para contar intimidades (aunque seguramente ya me habré saltado ese principio unas cuantas veces). Pero no me resisto a la tentación de contarles una nueva historia sobre esta amiga que dentro de unas horas se convertirá en mi esposa. Empieza hace casi catorce años, con un relato que escribí inspirándome en una historia que Jorge Luis Borges esboza en su libro Atlas. En ella conocemos a un soldado que recupera la conciencia tras ser herido en una batalla. Al despertar, se da cuenta de que no es capaz de recordar quién es ni cómo ha llegado hasta allí. Su memoria está tan vacía como la de un niño recién nacido. Penosamente, se arrastra hasta un riachuelo para saciar su sed y lavar sus heridas. A continuación emprende un vagabundeo a través de un desierto sin fin. Cuando está muy cerca de rendirse y dejarse morir, es recogido por unos extraños mercaderes de ojos oblicuos que montan dromedarios. Ellos lo llevan hasta una tierra vastísima que se halla al oriente del oriente. Allí, fiel a su destino guerrero, vende su espada como mercenario. Estas eran las últimas líneas del relato:
«En esta mi historia —acaso en todas las historias de los hombres— tan solo el principio y el final importan, ya que el resto se reduce a un brevísimo intervalo en el vacío. Baste, pues, con decir que sobreviví a muchas otras batallas y que numerosas fueron las ocasiones en que mis armas se tiñeron de sangre y de gloria. El inevitable desenlace no ocurrió hasta muchos años después, cuando, tras regresar victorioso de una expedición contra un reino enemigo, recibí con mi parte del botín una bolsa llena de monedas. Entre ellas había una extraña pieza de plata, una moneda extranjera de la cual no pude apartar la vista. En su anverso, vi representado a un hombre joven de rizados cabellos; dos cuernos de carnero brotaban de sus sienes. Al cabo, noté el calor de las lágrimas sobre mi rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó mi capitán—. ¿Te atormenta alguna antigua herida?
Negué con la cabeza y le mostré mi hallazgo.
—Contempla esta moneda —repuse con la voz rota por el llanto—. Es un tetradracma de plata que yo mismo ordené acuñar para celebrar mi victoria sobre el rey de Persia en Gaugamela, cuando todavía era Alejandro de Macedonia y el Asia entera se estremecía al oír mi nombre.»
Y ahora se estarán preguntando qué tiene que ver toda esta literatura con mi novia y con mi boda. Pues bien, ocurre que moneda de plata con la efigie de Alejandro Magno, la que encontré por vez primera en un libro del maestro Borges y evoqué en el cuento que les acabo de resumir, volvió a aparecer en mi vida. Inevitablemente, colgaba del cuello de la mujer que iba a cambiarlo todo, la mujer con la que contraigo matrimonio mañana. Algunas veces da la impresión de que la vida tenga sentido, de que si prestamos atención a las señales, acabaremos por encontrar el camino correcto.
Mañana brindaré por ustedes.


La Tribuna de Albacete, 18/10/2013

lunes, 14 de octubre de 2013

Simulacros

 

Recuerdo que en mis años de facultad estaba muy de moda cierto ensayo titulado Cultura y simulacro, del filósofo francés Jean Baudrillard. Simplificando mucho, lo que Baudrillard venía a decir era que en la sociedad posmoderna se tiende a sustituir lo real por simulaciones o simulacros de la realidad. Para ilustrar su tesis, el autor echaba mano de un célebre relato de Borges titulado Del rigor en la ciencia, en el que se evoca un país donde la ciencia de la cartografía ha alcanzado tal grado de exactitud que los mapas son del mismo tamaño que los territorios que retratan. Así pues, resulta imposible distinguir el mapa del territorio, el objeto real del simulacro. La idea es sugestiva y aplicable a casi todos los aspectos de esta realidad que cada vez lleva más camino de convertirse en «hiperrealidad». Con todo, dudo que al publicar su libro Baudillard tuviera siquiera un atisbo del alcance que su teoría llegaría a cobrar en esta posmodernidad de la posmodernidad que ahora vivimos.
La realidad nos inquieta, nos da miedo, incluso asco. Cada vez nos sentimos más limitados en el mundo tangible y más cómodos en el mundo de los simulacros. Encerrados en sus casas, los niños pasan los fines de semana jugando con sus consolas. La que más les gusta es la wii, porque simula los juegos y deportes que antes se practicaban al aire libre, cuando las calles no eran todavía peligrosas. Mientras tanto, sus padres imaginan que tienen una vida social a través del Facebook, donde las relaciones son fáciles y agradables, sin los riesgos del grosero cara a cara. Algunos incluso han sustituido el sexo por un simulacro de sexo a través de la web. Baudillard nunca imaginó la dimensión que su teoría llegaría a alcanzar gracias a la popularización de la informática doméstica. El mundo se ha convertido en un laberinto de simulacros. La realidad queda en segundo plano, se desdibuja, desaparece. Casi todas las cartas son ahora e-mails, el ligoteo en bares y discotecas ha dado paso al e-dating, el libro de papel se ha convertido en e-book. Y ahora el cigarrillo de toda la vida se ha trasmutado en e-cigarette.
Las tiendas de cigarrillos electrónicos han surgido de un modo misterioso, casi de la noche a la mañana, como si de una confabulación se tratase. Al lado del instituto donde trabajo han abierto uno de estos extraños establecimientos, dos esquinas más allá hay otro, y me informan de la existencia de varios más diseminados por toda la ciudad. «¿Fumas o vapeas?», nos preguntan misteriosamente en los carteles publicitarios de los escaparates. Y aunque uno no haga ni una cosa ni la otra, el curioso neologismo le empuja a contemplar el género. Lo que venden es una mezcla entre boquilla y pluma estilográfica, junto con unas botellitas adornadas con dibujos de frutas. Nos informamos en el interior y resulta que las boquillas esconden una diminuta fuente de energía que se carga mediante una conexión USB, y que sirve para convertir en vapor el contenido de las botellitas. Así pues, uno puede aspirar vapor aromatizado dondequiera que se le antoje. Viene a ser como una cachimba portátil, pero sin cachimba. Pero lo más curioso es lo que las botellitas del mejunje fumable contienen nicotina en distintas concentraciones. Y entonces es cuando comprendemos que estamos ante el invento del siglo: nuestra legislación no prohíbe la inhalación y exhalación de vapor en locales públicos, de modo que los fumadores pueden ponerse ciegos a nicotina sin infringir ley alguna ni pasar frío en la puerta. Y luego está el aspecto terapéutico: podemos comprar el mejunje (que por cierto se denomina e-líquido) con concentraciones decrecientes de nicotina, hasta que llegue un día en que el contenido de nicotina sea cero y el vapeo se vuelva completamente inocuo. Por si fuera poco, podemos incluso comprarlo con sabor a tabaco, lo que viene a ser como tomarse una cocacola light sin cafeína (otro buen ejemplo de simulacro, por cierto).
Dejé de fumar hace catorce años. Mi hábito era compulsivo y mi adicción muy fuerte. Lo conseguí a la tercera y me costó horrores. En su momento, saludé la ley antitabaco como un progreso de nuestra sociedad. Ahora me vienen con esto del vapeo y no puedo dejar de imaginar los bares y restaurantes inundados por espesas nubes de vapor de aromas frutales, algo así como grandes baños turcos perfumados. Y ya no sé lo que es peor. Porque los efectos nocivos del consumo de tabaco (activo y pasivo) ya los conocemos bien. Todos hemos visto en las cajetillas las fotos de dientes negros y bronquios arrasados. Los efectos del vapeo, sin embargo, todavía no se han estudiado a fondo, aunque creo que el principal es muy evidente: uno debe de sentirse muy gilipollas chupando ese artilugio en público.

Por cierto, al lado de la tienda de cigarrillos de vapor han abierto otra en la que venden complementos dietéticos para culturistas, es decir, simulacros de auténtica comida. Menos mal que al otro lado hay una tienda de bicicletas de las de verdad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/10/2013

viernes, 4 de octubre de 2013

La vida en sordina


Por aquello de que existe un día de casi todo, el sábado pasado tocó celebrar el día internacional de las personas sordas, lo que queda mucho más fino que decir «el día internacional de los sordos», y más corto que «día internacional de los sordos y las sordas». Y nada más lejos de mi ánimo que ironizar sobre ello, porque de vez en cuando es necesario poner bajo el foco de la actualidad los problemas de un colectivo humano, sobre todo cuando uno se libra de las clásicas señoras haciendo la cuestación por la calle, imagen tan propia del Régimen que aún me sorprende que sobreviva en determinadas fechas. Pero volvamos a las personas sordas. ¿Qué se entiende por sordo? ¿Son sordos solamente aquellos que nacen privados del sentido del oído y tienen, por tanto, graves problemas para adquirir el lenguaje? ¿Qué hay de los míos, los que siempre hemos oído mal y cada vez oímos peor? ¿Entramos nosotros también en la categoría de «personas sordas» o deberíamos reclamar el día internacional de las personas duras de oído?
Hay una novela del humorista británico David Lodge que debería leer todo aquel que quiera comprender el mundo de los sordos parciales. Se titula La vida en sordina, y su protagonista es el profesor universitario Desmond Bates, que disfruta de una jubilación anticipada pero sufre de una sordera progresiva que cada vez le complica más la existencia. Una de las cosas que más fastidian a Bates es el hecho de que todo el mundo se compadece de un ciego, de un parapléjico o de alguien que sufre una discapacidad visible. Sin embargo, el sordo (o el medio sordo) se ha considerado tradicionalmente una figura cómica, el candidato ideal para protagonizar un chiste. Mi abuela ya me contaba aquello de «¿Esta leche es leche buena? Sí, y mañana Navidad.» Y nadie de mis años ha olvidado al abuelo de la familia Cebolleta, el que contaba batallitas, llevaba el pie vendado por la gota y gastaba trompetilla. La gran tragedia del medio sordo (o «teniente») es que su limitación a menudo se confunde con idiotez. La mayoría de la gente corre a ayudar a un ciego con problemas para cruzar la calle. Pero si alguien nos pide que le repitamos lo que acabamos de decir, nos impacientamos y lo tildamos de torpe en nuestro fuero interno.
Mi padre está totalmente sordo del oído derecho por culpa de una enfermedad infantil. Cuando conducía, resultaba inútil hablarle, incluso peligroso, porque podía sobresaltarse si se le levantaba la voz. Con los años sus problemas se han acentuado de forma considerable. Confieso que muchas veces me he impacientado hablando con él. «¿Qué, qué?» «No, nada, nada». Y cuando llamo por teléfono, pregunto directamente por mi madre. Habituado a este trato discriminatorio, creo que mi padre ha acabado por sacar ventaja de la situación, pues se libra de muchas conversaciones idiotas y se refugia en la tranquilidad de sus libros (entre ellos La vida en sordina, que le regalé hace años). Sin embargo, ahora comprendo lo injusto y desconsiderado de mi actitud.
Pero parece que existe una justicia cósmica, porque a mis casi cincuenta años, también yo me encuentro aquejado de una pérdida acústica galopante, y empiezo a sufrir en carne propia los problemas de mi padre y de otros hipoacúsicos parciales. Cuando me hablan en ambientes ruidosos, soy incapaz de entender prácticamente nada. En situaciones sociales me he convertido en una auténtica nulidad, pues prefiero asentir y sonreír antes que pedirles a mis interlocutores que me repitan sus frases dos o tres veces (ya saben, el miedo del sordo a quedar como un idiota). Con frecuencia pierdo el hilo de las conversaciones y trato de recuperarlo a la desesperada captando palabras sueltas aquí y allá, estrategia que casi nunca funciona. La televisión atruena por las noches en mi casa, pues de otro modo no consigo seguir los diálogos. Y para mí el cine es siempre subtitulado, pues me veo obligado a usar los subtítulos de los DVD si no quiero perderme a mitad del argumento.
Pero la peor parte es la que corresponde a mi vida profesional. Una sordera incipiente es un problema en cualquier actividad, pero para un profesor de idiomas, como es mi caso, puede ser trágico. No entiendo a mis alumnos cuando me hablan en inglés. No sé si lo que dicen es correcto o no y, lo que es peor, nunca puedo estar seguro de si la culpa es suya o mía. A principios de curso siempre les pido que me hablen fuerte y claro, pero enseguida lo olvidan. Y no hay ambiente con más contaminación acústica que un aula, donde el runrún de las animadas conversaciones de los alumnos es el incesante fondo sonoro en el que se desarrolla nuestro trabajo. Casi siempre tengo que pedirles que me repitan lo que acaban de decir. Uno de ellos se dirige a mí, los demás hablan con sus compañeros y yo no entiendo nada de nada.

Y este es el drama de quienes vivimos nuestras vidas en sordina, de quienes somos aspirantes a abuelos Cebolleta, de quienes nunca sabemos si nos están llamando sordos o gordos, de quienes, en fin, jamás disfrutaremos de un día internacional para nosotros solos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/10/2013