Llevo 23 años enseñando en el instituto Bachiller
Sabuco. Literalmente más de media vida, si le sumo a ese tiempo los cuatro años
que pasé allí como alumno. Un cuarto de siglo en el instituto y sigo sin disfrutar
de un armario. En honor a la verdad, sí que tengo una taquilla, un pequeño
cubículo en un mueble de madera contrachapada que hay en mi departamento. Allí
es donde voy amontonando mis papeles hasta que resulta imposible cerrarlo.
Entonces lo vacío y vuelvo a empezar. Pero armario, lo que se dice armario, no
tengo. Los armarios son exactamente veinte. Se trata de muebles fabricados en
una solemne madera oscura, cada uno con su número labrado en la parte superior.
Están dispuestos uno junto al otro, y recuerdan mucho a una sillería
catedralicia. Originalmente estaban colocados en la sala de profesores. Luego
los sacaron al pasillo, a la vista de los alumnos, aunque jamás he visto a un
alumno acercarse a ellos. Creo que les tienen miedo.
En la actualidad el instituto ronda los 80
profesores, lo que significa que solo una cuarta parte de mis compañeros posee
un armario. Las reglas por las que uno llega adquirir semejante privilegio darían
para una tesis doctoral en psicología social. No tienen que ver con la veteranía,
pues si así fuera yo ya sería el orgulloso propietario de uno de ellos. Es algo
relacionado más bien con las leyes de la herencia y las afinidades. Lo primero
que hay que tener claro es que para llegar a poseer un armario hay que desearlo
de verdad, porque los sacrificios son numerosos y el proceso complejo. En
primer lugar, hay que elegir bien el objetivo. El poseedor del armario que
deseamos heredar ha de ser un compañero de edad avanzada, cercana a la
jubilación, o bien alguien de salud precaria. Entonces es preciso granjearse su
simpatía por todos los medios a nuestro alcance, ya sea invitándolo a café o
riéndole las gracias. El problema es que todo poseedor de un armario es
consciente de su estatus y nos verá venir desde lejos. En vista de la escasez y
valor de la pieza, no es raro que varios pretendientes cortejen al mismo
poseedor, y que este se deje querer y los obligue a competir por sus favores.
Un profesor que posee un armario codiciado por varios aspirantes sabe que el
café le saldrá gratis mientras permanezca vivo y en activo. También sabe que
sus chistes y anécdotas se celebrarán con grandes carcajadas, y que sus
opiniones serán siempre recibidas con vivas muestras de adhesión. Hay quien
juega limpio y lega su armario al aspirante de más mérito. Pero también se da
el caso de que todos los pretendientes reciban calabazas y el codiciado premio
acabe en manos de alguien que maquinaba en la sombra. Tras muchos años
observando este fenómeno y reflexionando sobre él, he llegado a la conclusión
de que los armarios oscuros son la auténtica fuente de poder en mi instituto,
algo así como el cetro de los monarcas o los anillos de la trilogía de Tolkien.
Quien aspire a ser alguien en el Sabuco, ha de hacerse con un armario cueste lo
que cueste. Tendrá que pagar cafés y aguantar infinidad de chistes malos. Pero
el premio lo merece.
En cuanto al contenido de los armarios, confieso que
sobre esto solo cabe hacer conjeturas, pues sus propietarios se cuidan mucho de
revelarlo de forma abierta. Aunque, ahora que lo pienso, en una ocasión sí que
logré asomarme brevemente a uno de ellos, quizás debido a la falta de reflejos
de su dueña. Se trataba de una profesora cuasiseptuagenaria que ya era veterana
cuando yo me paseaba por el mundo con flequillo y pantaloncito corto. Pertenecía
al departamento de Historia, y corría el rumor de que llevaba más de cuarenta
años dictando los mismos apuntes, y que en sus clases se hablaba mucho más del
imperio Austro-húngaro que de la guerra de los Balcanes. Yo pensaba que se trataba
de una burda exageración hasta que, aprovechando un despiste de la dama, asomé
la cabeza al interior de su sanctasanctórum. Y nunca olvidaré lo que vi. Había
una pila gigantesca de folios que llenaba completamente el interior, con una
altura superior a la de un hombre medio. Pero lo más increíble era que se
podían distinguir perfectamente los cambios de coloración del papel, de un tono
pardo en la parte inferior que se iba aclarando conforme la pila ascendía.
Hasta es posible que los primeros estratos fueran de pergamino o papiro. Un
auténtico corte geológico en la historia de la enseñanza en España.
¿Qué esconde el resto de los armarios? Tan solo sus
propietarios lo saben. No excluyo la posibilidad de que en alguno de ellos esté
el disco duro del ordenador de Bárcenas. Quizás otro sirva de escondite al
profesor de inglés de Ana Botella. Que yo sepa, ninguno de mis colegas ha llegado
a salir del armario, aunque podría ser que más de uno, sobre todo en el pasado,
decidiera convertirlo en su última morada, es decir, usarlo a modo de
sarcófago. A mí, sin embargo, esa posibilidad me está vedada, porque mi robusta
anatomía no encajaría en un espacio tan estrecho salvo en forma de urna de
cenizas, y la perspectiva no resulta muy halagüeña. Lo único que sé con certeza
es que si alguna vez consigo un armario, sabré que habré llegado a la cúspide
de mi carrera docente, y que a partir de ese momento podré descansar en paz.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/9/2013
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