La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 2 de agosto de 2013

Achaques


Cuando apenas me faltan unos meses para decir adiós a la cuarta década de mi existencia (lo que no es sino una manera bastante rebuscada de explicar que cumplo 50 dentro de poco), me he decidido a redactar una lista de mis achaques. Esto puede sonar a puro masoquismo, pero en realidad mi propósito es didáctico y terapéutico. La lista consta de dos columnas. En la de la izquierda he colocado todas las dolencias que no tienen solución; en la de la derecha figuran aquellas que sí puedo solventar en el momento en que me anime a ello. Pese a que ambas listas son largas, he encontrado bastante consuelo en su redacción. Me he dado cuenta de que entre los males incurables no hay nada especialmente grave. Sí que hay dos o tres pejigueras que mejorarían con ciertos cuidados, y alguna cosilla que conviene tener bajo control. Pero nada susceptible de llevarme a la tumba en un futuro inmediato (si la próxima semana no se publicaran estas líneas, den por hecho que la última afirmación era una estupidez). En cuanto a la columna de la derecha, la de los males con remedio, tan solo necesito un poco de voluntad y paciencia para recortarla de forma sustancial. Pan comido.
Entrando en detalles, les hablaré de tres de mis dolencias irreversibles, y de cómo pequeñas dosis de estoicismo y humor pueden ayudar a sobrellevarlas con mejor ánimo, e incluso a encontrar en ellas inesperados aspectos positivos. La primera es el bruxismo que padezco desde hace tiempo. Por si no están familiarizados con el término, el bruxismo consiste en apretar y rechinar los dientes. Algunos lo hacen dormidos y otros despiertos. Yo aprieto mis dientes dormido, despierto y en todos los estados intermedios, lo que supone un desgaste enorme para mi dentadura y para los músculos encargados de la masticación, que siempre tengo contracturados. Mi dentista me confeccionó una especie de bozal de plástico que en teoría he de ponerme por las noches, aunque con frecuencia lo olvido. El coste de reponer con injertos las piezas dentales que van sucumbiendo es alto. A cambio, he llegado a la conclusión de que esta manía de apretar los dientes no deja de ser prueba de mi carácter indomable y aguerrido. Y no pierdo la esperanza de hincarle el diente a alguna pieza que merezca la pena.
La segunda dolencia sin solución son las moscas que se apoderaron de mi vista hará una década, y que ya nunca lograré espantar. En mi caso, las moscas (el término médico es «miodesopsias»)  fueron resultado de un desprendimiento vítreo y se manifestaron de la noche a la mañana como una invasión repentina de seres filamentosos y fantasmales que me seguían allá donde fuera y se manifestaban allá donde mirara. No hay solución para esto, aunque con el tiempo uno llega a aceptar a estos bichitos como compañeros inevitables e inofensivos, e incluso deja de reparar en ellos por mucho que se obstinen en seguir ahí. De hecho, mi conclusión es que cumplen su papel. En este mundo donde las sombras son mucho más abundantes que las luces, las moscas realzan mi visión al dotarla de variedad y complejidad. Y el hecho de ver cosas que nadie más puede ver tiene su aquel para quienes, como yo, procedemos de una familia iniciada en el ocultismo.
Y puestos a hablar de cosas que percibo y que no existen, mencionaré por último mis acúfenos, que son esos zumbidos y pitidos constantes que suelen acompañar a quienes estamos aquejados de una sordera incipiente. Dicen que a uno le pitan los oídos cuando se habla de él, lo que me permite concluir que mi humilde persona debe de ser un tema favorito de conversación, porque no hay momento en que mis pitidos me dejen tranquilo, ni entre el fragor del tráfico ni en el silencio nocturno. Pero puedo vanagloriarme de ser uno de los pocos que usan un generador de ruido blanco para poder descansar y relajarse, lo que me convierte en una especie de cyborg, un habitante del futuro. En cuanto a mi sordera, que empeorará con el tiempo, tiene la desventaja de que mucha gente te tome por idiota; a cambio, presenta el aliciente de ponerte a salvo de tantas idioteces como se oyen por ahí.
Y así concluyo este breve inventario de mis achaques, un ejercicio muy saludable para todo hipocondríaco que se precie. Por último, deseo dedicar esta columna a mi médico, ese santo varón al que me he propuesto sobrevivir a pesar de todo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/8/2013

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tengo exactamente los mismos síntomas, todos. Pero a mis recientes 30. Siempre hay alguien peor.