La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 22 de abril de 2013

Gira, gira



El garaje donde mi amiga guarda su coche es un pasaje del terror. Cuando menos es lo más parecido a un pasaje del terror que yo haya visto fuera de un parque de atracciones. Hay dos niveles a los que se accede mediante sendas rampas en espiral. Las rampas son tan estrechas y sinuosas que uno no sabe si las ha diseñado un arquitecto o el propietario de un taller de chapa y pintura. No me tengo por un tipo especialmente pusilánime, pero cada vez que mi amiga se dispone a encerrar su coche o a salir con él, me invade una sensación de pánico que solo he sentido en mis días de colegio, cuando mi maestro de tercero de EGB nos preguntaba la tabla de multiplicar. Son apenas dos minutos los que mi amiga tarda en sortear los vericuetos y obstáculos de ese pequeño infierno subterráneo, y lo cierto es que lo hace con admirable destreza. Pero a mí se me figura una eternidad. Es más, termino con los músculos doloridos por la tensión que experimento. Cada giro y revuelta se me figura un salto al vacío. Y hasta los dientes me duelen por la fuerza con que los aprieto. He probado a cerrar los ojos y no funciona. Hasta me estoy planteando consultar esta fobia con un psicólogo, aunque, claro, me da un poco de vergüenza. A fin de cuentas ni siquiera es mi garaje ni mi coche. Mientras maniobra, mi amiga observa de soslayo mi expresión demudada, mi palidez y mis extremidades agarrotadas. Más de una vez se ha burlado dulcemente de mí. Hasta ha llegado a ofrecerme que pruebe a meter yo mismo el coche para superar de ese modo mi pánico. Me he negado, por supuesto. Preferiría que me sacasen una muela.
Todo esto me recuerda un relato de ciencia ficción que leí hace tiempo. Se titulaba «Gira, gira» (casi como el tango), y su autor era el español Domingo Santos. La acción se situaba en una megalópolis del futuro donde encontrar un aparcamiento libre se había convertido en una empresa casi imposible. Como ocurre hoy en día, las autoridades municipales se llevaban los coches mal aparcados con una grúa. Sin embargo, no bastaba con pagar una multa para recuperar los vehículos, ya que todo ellos eran retirados de la circulación por el procedimiento de reducirlos a chatarra en un desguace. Un incauto de provincias se desplaza a la capital para unos trámites y comete el error de hacerlo en su propio coche. Al cabo de varios días de dar vueltas sin rumbo, al borde ya del colapso por agotamiento, encuentra un lugar libre y aparca su vehículo. Después se aleja a pie con la firme intención de no volver a recogerlo jamás. Creo recordar que al final el hombre tiene que ser ingresado en un hospital psiquiátrico.
El relato tendrá sus buenos treinta años, pero creo que la fábula está más vigente que nunca. Hemos convertido el automóvil en un símbolo de libertad y de estatus social, pero la pura verdad es que al comprar un coche, lo que uno adquiere son deudas y servidumbres. Un coche no es un símbolo de nada, sino más bien un hijo tonto. Es mucho más libre quien no tiene coche ni ha de preocuparse por buscar un lugar para guardarlo. Si el garaje de mi amiga fuera el mío, creo que no lo usaría. Alquilaría la plaza a alguien con más temple que yo y buscaría otra más practicable, un lugar para aparcar que no fuese una pesadilla. O quizás hiciera algo parecido a lo que hace el protagonista del cuento. Es decir, usaría el garaje una sola vez. Luego dejaría mi coche encerrado allí para siempre, me olvidaría de él y tomaría el transporte público.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/4/2013

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