La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 20 de enero de 2013

P.



El viernes pasado nos desayunábamos con la noticia de que el tal Bárcenas, además de presunto corrupto y defraudador a gran escala, empleaba buena parte del dinero que gestionaba en pagar sobresueldos a los capitostes del PP (todo ello presuntamente, claro está). Esto significa que, siempre invocando la presunción de inocencia, los mismos que nos exigen que nos apretemos el cinturón, los que nos suben los impuestos, nos bajan el sueldo y nos dejan sin paga extra, los que desmontan la sanidad y la enseñanza públicas en aras del ahorro, los que despojan a los trabajadores de derechos esenciales, en fin, esos mismos que nos han metido la tijera hasta el mismísimo páncreas, no se privaban de añadir a sus sueldos de altos cargos o de dirigentes políticos un sobrecito que contenía entre cinco y diez mil euros, y así un mes tras otro. Haría falta la elocuencia de un Cicerón para dar cuenta del asco que provoca esta noticia. Como uno no anda sobrado de oratoria, me limitaré a señalar que quien ha sido presuntamente capaz de hacer tal cosa y de beneficiarse de ella, no puede ser calificado de otro modo que como un hijo de la gran p., presunto o manifiesto, con todos mis respetos por las señoras que se ven obligadas a ejercer la prostitución y por sus vástagos. Aunque ahora que lo pienso, tengo mis dudas sobre la conveniencia de usar la palabra «p. » en este diario (que si Dios no lo remedia pronto será el único que podremos leer los aficionados a la prensa local en Albacete). Quizás fuera mejor emplear la inicial del término seguida de un punto, y que sea el lector quien supla el resto. Mejor cogérnosla con papel de fumar que dar lugar a que nos tilden de malhablados, que no sería la primera vez. Aunque también cabe la posibilidad de echar mano de la riqueza léxica del castellano y cambiar lo de «hijos de p.» por «malnacidos», que tiene la virtud de no incluir palabras malsonantes sin perder por ello contundencia. De hecho, recuerdo que Felipe González lo empleó una vez para referirse a los etarras y nadie se lo afeó. Así que tampoco está de más aplicárselo a estos presuntos terroristas de chaqueta y corbata. A fin de cuentas ¿qué mayor acto de terrorismo puede haber que el de traicionar la confianza pública, socavar las bases del estado democrático, hacer que el pueblo pierda la fe en sus gobernantes y en sus instituciones? Pero todo esto son obviedades, por supuesto, y quizás ni siquiera esté justificado que hoy les dedique esta columna. Sería preferible, tal vez, hablar del mucho frío que está haciendo. Aunque hasta la peor ola de frío resultaría más tolerable que este frío social que nos azota, un frío que es fruto de la penuria que sufrimos y que percibimos, de la falta de esperanza, de la certeza creciente de que quienes sujetan las riendas son seguramente indignos de la responsabilidad que se les ha encomendado.
Hace unos días, a la cazatalentos Esperanza Aguirre se le ocurrió decir que quienes nunca hayan cotizado a la Seguridad Social (y por lo tanto no hayan tenido un puesto de trabajo) no deberían ser considerados para un cargo público. Luego Ana Botella puso la guinda al afirmar que deberían desaparecer las nuevas generaciones de los partidos. Sin llegar a decirlo expresamente, ambas estaban subrayando lo que todos tenemos en mente: que nadie debería vivir de la política sin haberse ganado antes la vida con un trabajo honrado. Lo del señor Bárcenas y sus sobrecitos viene a abundar (y de qué forma) en la misma idea, la de que la política es terreno abonado para la corruptela y la desvergüenza, y por lo tanto el hábitat natural de los hijos de p. Y disculpen ustedes, porque he estado a punto de decir «hijos de puta», y eso en un periódico habría quedado bastante feo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/1/2013

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