La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 31 de diciembre de 2012

¡Con un par!




De todas las imágenes que nos deja este año que hoy termina, quizás la que más perdure sea aquella del rey Juan Carlos posando, fusil en mano, delante de un elefante abatido a tiros. La foto trascendió a raíz de un accidente que el monarca sufrió en Bostwana, mientras participaba en una cacería que al parecer no era la de la foto, aunque tampoco era de perdices. No sospechaba el español medio, tan juancarlista él, que el rey les profesara semejante inquina a los paquidermos. Por ello se armó aquel revuelo que terminó con don Juan Carlos pidiendo perdón a la salida de la clínica donde lo habían operado de una cadera. «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir», dijo con cara compungida el regio paciente, palabras sencillas que obraron a semejanza de una manga de bomberos, pues tuvieron la virtud de apagar la polémica. Casi nueve meses después, sin embargo, creo que ha llegado el momento de volver la vista atrás y realizar un análisis desapasionado de aquellos hechos. Para empezar, ¿alguien puede creerse que la foto de don Juan Carlos y el elefante muerto trascendiera por casualidad? Y no me estoy refiriendo a agitadores republicanos ansiosos por socavar la imagen de la monarquía, sino a la propia casa real. Sostengo la teoría de que la foto de don Juan Carlos con su escopeta enhiesta y el elefante tiroteado a su espalda pretendía alimentar la imagen del rey como un hombre aún vigoroso, un tipo viril, un machote, vamos. Ninguna cualidad se aprecia tanto como la virilidad en un país como el nuestro, donde las palabras «macho» y «cojones» jamás se nos caen de la boca (si hasta las niñas se llaman unas a otras «macho», por si no habían reparado en ello). El caso es que los cataplines del rey llevaban ya tiempo en entredicho. Entre caídas absurdas y demás traspiés, don Juan Carlos nos estaba empezando a parecer un vejete un poco patoso, una figura cómica, vamos. Y eso por no mencionar todo el tiempo que su yerno Urdangarín se ha dedicado a dejarlo como un idiota que no sabe lo que pasa en su casa (real), con o sin la connivencia de la infanta, que eso está aún sub iudice. ¿Qué mejor manera de recomponer la imagen de un rey en plenitud de facultades que sacarlo durante un safari, abatiendo al mamífero terrestre más poderoso del planeta, en plan Tarzán, en plan Gran Cazador Blanco, en plan macho alfa? La idea tiene su garra, hay que reconocerlo, si bien habría sido preferible que omitieran al tipo rubio en pantaloncitos cortos que posa junto al monarca, y que le da a la imagen un aire un tanto equívoco. Con lo que seguramente no contaban esos hipotéticos asesores o creadores de opinión era con que el rey iba a volver a poner el pie donde no debía y se iba a romper la cadera, accidente clásico del vejete cuya imagen se quiere conjurar a toda costa. Y tampoco esas palabras teñidas de arrepentimiento a la salida de la clínica contribuyeron a alimentar la imagen buscada. Vamos, que a ningún Borbón como Dios manda se le ocurriría pedir perdón como un niño al que su mamá ha pillado haciendo una travesura. ¿Se imaginan a Fernando VII pidiendo perdón por ser un déspota y devolver a España a la Edad Media? Ese sí que los tenía bien puestos. Claro que entonces vuelven a la carga los asesores de imagen de su majestad y (siempre según mi teoría) se dedican a sembrar rumores de que el rey tiene un lío con una jamelga alemana que atiende al complicado nombre de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, aunque todos sospechamos que ni una sobredosis de viagra haría factible tal milagro. Pero el golpe maestro, el as definitivo en la manga, vino el pasado lunes, durante el tradicional discurso navideño. ¿Por qué piensan que el rey abandonó la posición sentada de toda la vida para aparecer apoyado en una mesa? ¿No repararon ustedes en el bulto de tamaño exagerado que su majestad lucía en la entrepierna? Vamos, a qué esperan. Les invito a buscar imágenes en internet y constatarlo. Salvo truco o relleno, nadie puede negar que don Juan Carlos los tiene bien puestos. Y que tiemblen los independentistas catalanes igual que tembló el elefante. ¡Con un par!

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 31/12/2012

lunes, 24 de diciembre de 2012

Cervantes y el grillo



Resulta que esta noche es Nochebuena y que hoy es mi cumpleaños, y puedo asegurar que lo de empezar las Navidades con un año más no me llena de alegría. Más bien representa un aldabonazo anual en mi conciencia de tipo de mediana edad: «Casi cincuenta años ya, macho. Dos tercios del camino recorrido. ¿Qué has hecho con tu vida este año?». No, no es fácil acallar a ese Pepito Grillo del demonio al que no hacen mella ni el cava ni las copitas de mistela. Él sigue ahí, haciéndome reproches con esa vocecilla atiplada de grillo mariquita que, sin embargo, se impone a las músicas que brotan de la tele, a los villancicos y hasta al cumpleaños feliz. Es el momento de rendir cuentas. La gente henchida de euforia navideña y yo con la sensación de que, una vez más, he acudido a la cita del grillo con las manos vacías. Aunque este año no tanto. Este año puedo mencionar alguna cosilla que seguramente no va a lograr cuadrar del todo el balance, pero que no deja de representar cierto alivio.
Lo que voy a contarle al maldito grillo es que este año he logrado publicar mi noveno libro, la sexta de mis novelas, un hermoso volumen de 584 páginas que en su cubierta exhibe una espada y una pluma de color azul. Se trata de un libro pergeñado al alimón con mi antiguo profesor Francisco Mendoza, un libro que ha representado algunos retos y no pocas dificultades. Esta novela es mi mejor regalo de cumpleaños y de Navidad. Es un juguete complicado, porque son varios juguetes en uno, como esas cajas chinas que se guardan unas dentro de otras y encajan a la perfección. Así la definió mi amigo Manuel Merenciano en una inspirada presentación de hace unos días, aunque él usó la analogía de esas muñecas rusas llamadas matroskas. En el primer nivel (la matroska más grande) tenemos un volumen que lleva por título Madrid, 1605, y que arranca con la historia de Erasmo López de Mendoza, un antiguo profesor de universidad que en su jubilación se consagra por completo a su pasión de coleccionar libros antiguos. En una librería de viejo de Madrid, Erasmo encuentra un documento fascinante, nada menos que la crónica de un contemporáneo de Cervantes, aprendiz del librero que editó el Quijote. Esta crónica en primera persona representa un nuevo nivel, otra matroska, pues en ella se narra una historia distinta, ambientada a comienzos del siglo XVII y cuyo protagonista es el propio Miguel de Cervantes, embarcado en la aventura de recuperar la única copia manuscrita de su última novela, que le han robado cuando estaba a punto de entregársela al editor. La novela en cuestión no es otra que aquella tan célebre del ingenioso hidalgo, la historia que constituye el núcleo de todas las demás y donde convergen todas las líneas argumentales de Madrid, 1605. Cervantes busca desesperadamente el manuscrito de su Don Quijote, y de las muchas aventuras que le ocurren sabemos por una crónica que leemos a la vez que el protagonista de la trama superior (la contemporánea), el bibliófilo Erasmo López de Mendoza, quien emprende la misma búsqueda que Cervantes emprendió cuatro siglos antes: la del manuscrito autógrafo del Quijote. Dos hombres en busca del mismo manuscrito en dos épocas distintas.  Muñecas rusas, cajas chinas, artificio, literatura. Aunque hay una novela más por encima de todas ellas, la de mi vida, que voy escribiendo trabajosamente y casi a ciegas, a veces con golpes de inspiración, a veces echando penosos borrones. Es una novela a la que, por fortuna, todavía le quedan algunas páginas en blanco. El año próximo, por estas fechas, espero poder contarles otro capítulo. De momento, les deseo una Nochebuena sin sobresaltos y una Navidad dichosa y moderada (a la fuerza ahorcan).
Y a ti, Pepito, que te den.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/12/2012

domingo, 16 de diciembre de 2012

Adiós y gracias



Hace unos días, por un estupendo artículo que firmaba el amigo Fernando Fuentes, me enteré de que cierran El Vidal, lo que fue un disgusto más que añadir a los varios que llevo este año. Ya se encargó él en su columna de glosar las excelencias y peculiaridades del establecimiento. Yo subrayaría esa amabilidad ligeramente hosca (u hosquedad amable, si lo prefieren) que la gente de El Vidal les dispensa a sus clientes. Que nadie espere ser recibido con sonrisas y zalamerías, porque la hospitalidad allí es de un género distinto: más adusta, más de tierra adentro, más sincera. Sin embargo, un buen cliente de El Vidal casi siempre puede contar con una de las mesas reservadas (a decir verdad, todas las mesas están reservadas para los buenos clientes). Se pasa ante la puerta de la cocina con la sensación de que quienes están guisando adentro son gente de nuestra propia familia: madres, abuelas, tías… Luego toca elegir entre las tapas de esa carta escueta pero selectísima que se nutre de las más exquisitas delicatessen de la cocina autóctona: ajo de matadero, patatas asadas, mollejas, higadillos de pollo, carne con ajos, moje, bacalao rebozado, calamares a la andaluza… todo ello cocinado con maestría tal que a veces uno no puede evitar que los ojos se le humedezcan, como ocurría en Ratatouille, esa maravillosa película de animación. Las tapas de El Vidal siempre han sabido a gloria, a cosa auténtica, a infancia. Por eso hemos acabado enamorados del sombrío local, que parece arrancado de una página de la posguerra, de las mesas cojas y los taburetes diminutos, de los azulejos verdosos y hasta del váter de agujero (con la excepción de las señoras, que nunca han mostrado predilección por este último).
Como ocurre con todas las cosas y las personas por las que sentimos afecto, dábamos por sentado que El Vidal era eterno, que seguiría en la calle del Muelle por los siglos de los siglos, con sus mollejas, sus higadillos y hasta su váter de agujero. Y ahora nos enteramos de que sus propietarios se jubilan y el local cierra, y es como si de pronto se resquebrajara el suelo bajo nuestros pies. Tuvimos que superar la muerte de Chanquete y de Antonio Ferrándiz, el actor que lo encarnaba. Hace poco supimos de la desaparición de Miliki y esto a duras penas logramos superarlo. Más recientemente nos enteramos de que nos cierran el parador y acusamos la nueva dentellada en lo más sensible de nuestra memoria infantil. Y ahora van y nos cierran El Vidal, y la sensación de orfandad y desarraigo se agudiza hasta alcanzar límites casi insoportables. A este paso, los de mi generación vamos a empezar a sentirnos como fantasmas deambulando por una ciudad extraña, como exiliados en nuestro propio pueblo, con el único consuelo de buscar refugio en una de esas espurias tabernas irlandesas que prosperan por las esquinas, sin sentirnos en absoluto irlandeses ni tampoco manchegos, únicamente un poco gilipollas, mientras nos empancinamos a base de pintas y de tapas cutres e hipercalóricas, sin dejar de añorar El Vidal, sus pinchos de guarra, su mahou clásica, sus higos con cazalla y su señora que solo te sienta si le caes simpático, como debe ser. Por eso insisto en el mismo asunto que ya glosó el amigo Fernando Fuentes el martes pasado en un artículo certeramente titulado Al calor del amor en El Vidal. Amor es la palabra, y una sensación anticipada de pérdida y de orfandad. Y no me importa repetirme, aun a sabiendas de que él lo dejo todo consignado con la mejor de las prosas. Porque El Vidal bien merece dos artículos, y hasta tres. Y también merece que Fernando y yo, y todos los amigos que quieran unirse, vayamos a decirles adiós a Bernabé, a Sebas, a Tere y a Pepi. Adiós y gracias.
Os habéis merecido un descanso, pero os vamos a echar de menos. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/12/2012

domingo, 9 de diciembre de 2012

Adiós al parador



La semana pasada supimos que cierran el parador de Albacete. La noticia me produjo cierta tristeza, en parte por los casi cincuenta trabajadores del establecimiento que van al paro, pero también por motivos más íntimos, como la nostalgia, la añoranza de la infancia y otras sensiblerías que aquejan a los casi cincuentones, entre los que me hallo. Recuerdo que de niño, a veces, íbamos en el seiscientos de mi padre a tomar un aperitivo en el parador, y que aquello era como ingresar en otro mundo. La mayoría de los habitantes de aquel Albacete de los años setenta no estábamos acostumbrados a los verdes prados, a las pistas de tenis, a la piscina de aguas transparentes y azuladas, a los lujosos salones, los ventanales, los pasillos de suelos relucientes... Era como asomarse a un mundo de lujo y opulencia durante un rato. Ahora son muchos más los que gozan de pistas de tenis y piscinas privadas, por no hablar de verdes extensiones de césped. Pero creo que la imagen del parador y de sus muros encalados, que tan lujosa e idílica se nos antojaba, persiste como si hubiera quedado grabada de forma indeleble en nuestras retinas infantiles.
Y ahora nos cierran el parador porque dicen que no es viable económicamente. Y es como si arrojaran de allí al niño que fuimos, casi como si nos echaran de nuestra propia casa. Trato de consolarme pensando que el establecimiento en sí nunca supuso mucho para la ciudad, quizás porque se edificó en un sitio inapropiado. Habría sido  más sensato situarlo en el castillo de Chinchilla, lo que de paso habría significado la reconstrucción y rehabilitación del histórico edificio. Puestos a levantarlo desde cero, más valdría haberlo hecho en el casco urbano de Albacete, y no en aquel paraje apartado y desolado. Pero don Manuel Fraga, como buen fascistón que era, lo decidió así con un puñetazo en la mesa. La realidad es que nunca ha atraído a muchos visitantes ni ha supuesto un aporte económico de importancia para la ciudad. Y ahora nos dicen que mantenerlo abierto resulta imposible, pues las arcas públicas están vacías por culpa de la mala gestión de los gobiernos anteriores. Antes está el objetivo de déficit, los intereses de la deuda y demás. En fin, que los paradores nacionales no son una prioridad, y menos el nuestro, tan humilde, tan poco relevante en lo arquitectónico, tan deficitario.
Tal y como la explican los señores que blanden la tijera, la cosa suena razonable. Sin embargo, se me antoja que la noticia posee también sus tintes siniestros. Basta con salir a dar una vuelta por Albacete y mirar alrededor para darse cuenta de que por estos andurriales abundan las cosas superfluas y deficitarias. Está el equipo de fútbol local, que ya no parece interesar a nadie. Y también la nueva estación, con la mayoría de sus locales comerciales cerrados o nunca alquilados, y sus AVES fantasmagóricos que viajan a Madrid casi vacíos. Ya puestos, ¿qué hay más deficitario que un colegio o un instituto? ¿Por qué no cerrar la mitad de ellos y concentrar a los alumnos en los restantes, donde un número mucho menor de profesores bastaría para tenerlos a todos atendidos? ¿Y qué me dicen de los hospitales? ¿Es que acaso un país como este, tan venido a menos por culpa de la crisis y del despilfarro, puede permitirse derroches tales como una sanidad pública de calidad y para todos? Caramba, ya puestos ¿por qué no erradicar toda la España de provincias y concentrar a la población en las grandes ciudades? Piensen en la cantidad de millones de euros que se ahorrarían para cubrir el objetivo de déficit y pagar los intereses de la deuda.
Pero mejor será no dar ideas al gobernante, que ya se las arregla él solo, y volver a nuestro punto de partida: Albacete se queda sin su parador y esa es una mala noticia, se mire como se mire. Quizás resulte difícil de entender para quienes no sean de aquí, pero para nosotros el parador es mucho más que un hotel. Es una postal en technicolor que conservamos desde la infancia. De hecho, es casi un sueño, un sueño más que ha quedado abolido por la realidad y por la crisis y por los tiempos siniestros que nos afligen. En fin.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/12/2012

lunes, 3 de diciembre de 2012

Leyendas urbanas



Cada año, a finales de agosto, se nos cuenta que las circunstancias astronómicas nos permitirán ver el planeta Marte del mismo tamaño que la Luna. Por fortuna, esto es completamente falso. No hace falta tener conocimientos avanzados de física o de astronomía para imaginarse la catástrofe gravitatoria que se desencadenaría si fuera verdad. Lo llamativo es que, año tras año, se vuelva a repetir el mismo cuento y que siempre haya gente dispuesta a creérselo. Yo diría que se trata de una cuestión de fe. El hombre no solo necesita creer, sino que necesita creer más de la cuenta. No falta el inevitable antropólogo que interpreta este hecho como un mecanismo de supervivencia. Supongamos que un padre del neolítico le dice a su hijo: «Nene, no juegues con serpientes, que es peligroso», mientras que el padre de la choza de al lado, algo menos moderno, le dice al suyo: «Nene, si juegas con serpientes vendrá el hombre del saco y te llevará». ¿Cuál de los dos niños piensan que tendrá menos posibilidades de morir por culpa de una picadura de serpiente? Hoy en día, además, contamos con un cauce excepcional para la propagación del mito y la superchería. Sin internet, muchas falsas creencias que han alcanzado rango global se quedarían en bromas o en chismes de barrio. Curiosamente, internet es también la mejor fuente para encontrar explicaciones racionales y evidencias que refutan las tonterías que la propia red se encarga de difundir. Veamos algunos ejemplos.
¿Cuántas veces hemos oído que la muralla china es la única construcción humana que es observable desde la Luna a simple vista? Pues bien, vayamos a Google Earth y echemos un vistazo. Resulta que a un altitud de tan solo 300 km. (aproximadamente la mitad de la altura a la que orbita el satélite de Google) la muralla china es por completo invisible. Menudo chasco. Por continuar con el tema de la Luna (fuente inagotable de leyendas antiguas y modernas), ¿quién no ha oído hablar de esa teoría conspirativa según la cual los alunizajes de la NASA no fueron otra cosa que montajes urdidos en un estudio cinematográfico. Incluso existe un documental francés titulado Opération Lune que atribuye las imágenes de los astronautas al cineasta Stanley Kubrick, e incluye la confesión de Henry Kissinger y otros estadistas del momento. Solo al final de la película se nos revela que se trata de una broma. Mientras tanto, mucha gente se habrá dejado convencer de que lo de las misiones Apolo fue un camelo. Y quien no se haya molestado en ver el final del documental, probablemente lo seguirá creyendo toda su vida.
Existe la creencia arraigada de que el cuerpo de Walt Disney fue congelado en espera de un avance médico que permitiera resucitarlo, lo que resulta mucho más interesante que hacer una sencilla comprobación y descubrir que sus cenizas reposan en un cementerio de Los Ángeles. Basta con mirarlo en la web www.findagrave.com («encuentra una tumba»), donde de paso descubriremos que aquello de que Groucho Marx se despidió con una broma final («perdonen que no me levante») no es más que otra monserga. Ni siquiera hay un epitafio sobre su placa. Tan solo su nombre, las fechas de nacimiento y de defunción y una estrella de David.
Necesitamos creer. El mito de que las alcantarillas de Nueva York ocultan una raza de cocodrilos que se alimentan de detritus encierra una dosis muy saludable de misterio y romance. Incluso la creencia, mucho más humilde, de que una cucharilla de café impide que se escape el gas del champán entraña cierta fe en un mundo mejor, un mundo en el que las leyes físicas se someten a la voluntad humana. Hace unos años, desde las páginas de este diario, inventé una historia de fantasmas cuyo escenario era el mismo instituto donde trabajo. Más tarde ciertos investigadores de lo paranormal le dieron carta de naturaleza reproduciéndola en un libro. Ahora mis alumnos quieren venir al instituto de noche para realizar psicofonías y encontrar pruebas de la existencia de esos espectros. ¿Y qué mal hay en ello? Al menos ahora los chicos han encontrado un aliciente para venir al instituto.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 3/12/2012