La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 16 de diciembre de 2012

Adiós y gracias



Hace unos días, por un estupendo artículo que firmaba el amigo Fernando Fuentes, me enteré de que cierran El Vidal, lo que fue un disgusto más que añadir a los varios que llevo este año. Ya se encargó él en su columna de glosar las excelencias y peculiaridades del establecimiento. Yo subrayaría esa amabilidad ligeramente hosca (u hosquedad amable, si lo prefieren) que la gente de El Vidal les dispensa a sus clientes. Que nadie espere ser recibido con sonrisas y zalamerías, porque la hospitalidad allí es de un género distinto: más adusta, más de tierra adentro, más sincera. Sin embargo, un buen cliente de El Vidal casi siempre puede contar con una de las mesas reservadas (a decir verdad, todas las mesas están reservadas para los buenos clientes). Se pasa ante la puerta de la cocina con la sensación de que quienes están guisando adentro son gente de nuestra propia familia: madres, abuelas, tías… Luego toca elegir entre las tapas de esa carta escueta pero selectísima que se nutre de las más exquisitas delicatessen de la cocina autóctona: ajo de matadero, patatas asadas, mollejas, higadillos de pollo, carne con ajos, moje, bacalao rebozado, calamares a la andaluza… todo ello cocinado con maestría tal que a veces uno no puede evitar que los ojos se le humedezcan, como ocurría en Ratatouille, esa maravillosa película de animación. Las tapas de El Vidal siempre han sabido a gloria, a cosa auténtica, a infancia. Por eso hemos acabado enamorados del sombrío local, que parece arrancado de una página de la posguerra, de las mesas cojas y los taburetes diminutos, de los azulejos verdosos y hasta del váter de agujero (con la excepción de las señoras, que nunca han mostrado predilección por este último).
Como ocurre con todas las cosas y las personas por las que sentimos afecto, dábamos por sentado que El Vidal era eterno, que seguiría en la calle del Muelle por los siglos de los siglos, con sus mollejas, sus higadillos y hasta su váter de agujero. Y ahora nos enteramos de que sus propietarios se jubilan y el local cierra, y es como si de pronto se resquebrajara el suelo bajo nuestros pies. Tuvimos que superar la muerte de Chanquete y de Antonio Ferrándiz, el actor que lo encarnaba. Hace poco supimos de la desaparición de Miliki y esto a duras penas logramos superarlo. Más recientemente nos enteramos de que nos cierran el parador y acusamos la nueva dentellada en lo más sensible de nuestra memoria infantil. Y ahora van y nos cierran El Vidal, y la sensación de orfandad y desarraigo se agudiza hasta alcanzar límites casi insoportables. A este paso, los de mi generación vamos a empezar a sentirnos como fantasmas deambulando por una ciudad extraña, como exiliados en nuestro propio pueblo, con el único consuelo de buscar refugio en una de esas espurias tabernas irlandesas que prosperan por las esquinas, sin sentirnos en absoluto irlandeses ni tampoco manchegos, únicamente un poco gilipollas, mientras nos empancinamos a base de pintas y de tapas cutres e hipercalóricas, sin dejar de añorar El Vidal, sus pinchos de guarra, su mahou clásica, sus higos con cazalla y su señora que solo te sienta si le caes simpático, como debe ser. Por eso insisto en el mismo asunto que ya glosó el amigo Fernando Fuentes el martes pasado en un artículo certeramente titulado Al calor del amor en El Vidal. Amor es la palabra, y una sensación anticipada de pérdida y de orfandad. Y no me importa repetirme, aun a sabiendas de que él lo dejo todo consignado con la mejor de las prosas. Porque El Vidal bien merece dos artículos, y hasta tres. Y también merece que Fernando y yo, y todos los amigos que quieran unirse, vayamos a decirles adiós a Bernabé, a Sebas, a Tere y a Pepi. Adiós y gracias.
Os habéis merecido un descanso, pero os vamos a echar de menos. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/12/2012

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