Mi amigo
Erasmo López de Mendoza, que antes fue profesor mío de literatura, tiene una de
las colecciones de libros antiguos más impresionantes que conozco. Con los
libros antiguos ocurre algo curioso. Uno los imagina como mamotretos
apolillados, pero con frecuencia su estado de conservación es mejor que el de
ediciones que salieron a la calle hace apenas diez años. Y eso por no hablar
del tacto del papel, de la belleza de los grabados, de la elegancia de los
tipos usados en su composición, de su misma fragancia… Todo ello tiene que ver con el arte del
antiguo oficio de impresor (ahora casi perdido) y con la calidad del papel, que
antaño se confeccionaba con trapos, sin ácidos ni química. Pero me estoy desviando
del asunto de este artículo. Les hablaba de Erasmo López de Mendoza, un
enamorado de los libros con pedigrí, y también un tipo un tanto peculiar,
excéntrico. Él afirma que el auténtico coleccionista es capaz de prostituir a
su santa madre o de vender su alma inmortal con tal de conseguir el ejemplar
ansiado. No me consta que sea así en su caso, aunque no me sorprendería.
En
nuestro último encuentro, precisamente, me habló de una de esas «piezas» que
son el sueño de cualquier bibliófilo. Me confió que se trataba de una crónica
manuscrita que él mismo había hallado por azar en una librería de viejo de Madrid.
«Una librería de la calle Mayor», me dijo, «a un tiro de piedra del lugar donde tenía su negocio
Francisco de Robles, el librero-editor del Quijote». Y con el Quijote,
precisamente, tenía que ver el asunto. «Es algo increíble», continuó. «La
crónica la firma un tal Gonzalo de Córdoba que era aprendiz del librero Robles
a principios del siglo XVII, por los años en que se publicó El ingenioso hidalgo. Apenas sabemos
nada de lo acontecido antes de que tan notable libro viera la luz, pero el
autor de esta crónica relata, con pelos y señales, una historia que tiene como
protagonistas, aparte de a él mismo, a su amo el librero Robles, a un viejo
soldado llamado Miguel de Cervantes, a las hermanas, la esposa y la hija de
este y a un tal Lope de Vega, comediógrafo que ya hacía furor por aquellos
días. Y tras ellos, toda una legión de actores secundarios: pícaros,
espadachines, pordioseros, clérigos, venteros, tahúres, desolladores, putas, buscavidas…
Toda la chusma que pululaba por el Madrid de los Austrias en nuestro Siglo de
Oro».
«¿Dices
que has encontrado la crónica de alguien que fue testigo de la publicación del
Quijote?», pregunté convencido de que mi viejo profesor me estaba tomando el
pelo. «Así es», respondió él, «de su publicación y también de su escritura. Y
algunas de las cosas que cuenta el amigo Gonzalo son tan increíbles que nadie
habría podido imaginarlas. ¿Sabes que el manuscrito del Quijote fue robado y
anduvo desaparecido durante un tiempo? No puedes ni figurarte las andanzas que
el pobre Cervantes vivió cuando se embarcó en su búsqueda, ni quién estaba
detrás del asunto». En este punto la voz de Erasmo se convirtió en un susurro.
«Y lo que es más increíble. ¿Te imaginas que dicho manuscrito no se hubiera
perdido y que la crónica de este Gonzalo de Córdoba fuera ser la llave para
encontrarlo? ¿Comprendes el incalculable valor de un tesoro semejante?». En ese
momento ya no me cupo la menor duda de que Erasmo se estaba riendo de mí. «Así
que el manuscrito del Quijote», bufé. «¡Lo que me estás contando es una novela!».
Él sonrió
taimadamente. «Tal vez sí, tal vez no. Pero si lo fuera, ¿no merecería la pena
leerla?».
Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/11/2012
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