La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 21 de septiembre de 2012

La Feria y el tiempo



A mí la Feria, verán, ni fu ni fa. Desde que no soy capaz de permitirme los excesos de la juventud, casi prefiero evitarla. Más bien me incomoda el gigantesco caos que cada año sacude el recinto ferial y salpica al resto de la población de ruido y suciedad. Desde que el final de la Feria se solapa con el principio del curso escolar, me deprime ir al instituto por las mañanas y encontrarme con las manadas de jóvenes beodos que empiezan a recogerse a esas horas. Y, sin embargo, este año he participado en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda. Y lo he hecho vestido de manchego, para más inri. Lo de vestirme de manchego para mí era tan inconcebible como ponerme un traje de lagarterana. Pero mucha gente que me conoce puede dar fe de que el día siete hice todo el recorrido, desde el parque hasta el pincho, detrás de la carroza número 29, la de la peña de Los Manchegos. Es más, en algunos momentos incluso ensayé algunos pasos de una improvisada danza regional (no sé si una manchega o una jota, porque no comprendo muy bien la diferencia). Vaya si lo hice. La pregunta es, ¿por qué? Pero no tengo respuesta. Sencillamente lo hice.
Lo hice y disfruté (aunque acabara con los pies destrozados por culpa de las malditas alpargatas). Y en algunos momentos mi memoria se llenó de imágenes de aquellas ferias de la infancia, especialmente del día de la apertura, que para mí era incluso más anhelado que el día de Reyes, cuando se abrían de par en par los balcones de la casa de mis abuelos, que se asomaban a la calle de la Feria, frente al cine Cervantes, y nos invadía una multitud de parientes y conocidos a quienes no les veíamos el pelo durante el resto del año, aunque no por ello dejaban de acudir a la cita de la apertura con su ofrenda de la bandejita de pasteles, y allí estaba yo, con siete u ocho años, ejerciendo de anfitrión con todos aquellos adultos a los que apenas conocía, dejándome embriagar por ese aire que olía a anticipación y a fiesta, contemplando cómo la muchedumbre se adensaba en las aceras, preguntando la hora cada dos minutos, hasta que la música y los tambores empezaban a barruntarse a los lejos, tal vez a la altura de la catedral, y luego el rugido de las motocicletas de los policías municipales que abrían el desfile, y la figura alienígena de los gigantes y los cabezudos, y por fin sucumbiendo a la feliz locura de la cabalgata, al clamor y los aplausos de la gente, a la lluvia de confeti y de serpentinas, y luego la batalla de petardos y los juegos y las carreras con mis primos una vez pasada la cabalgata, cuando la calle de la Feria quedaba cerrada al tráfico y los barrenderos no habían venido aún para retirar el papel de colores, y un ejército de familias, de parejas, de grupos de amigos ponía rumbo hacia el paseo y el recinto ferial, lo que constituía casi un rito de tránsito para cualquier albaceteño, algo mucho más esencial y lleno de significado que las doce uvas del Año Nuevo.
Luego vendrían todos esos años en que la Feria ni fu ni fa. Pero este año, sin embargo, me ha dado por vestirme de manchego y participar en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda, y eso que soy agnóstico hasta las trancas. Y ha sido extraño, gozosamente extraño, como un encuentro imposible entre el niño que esperaba impaciente la llegada de la cabalgata y este hombre que cuarenta años después teclea estas líneas, ambos mirándonos a los ojos a través de la cortina del tiempo, como si esta se hubiera convertido de pronto en un tenue visillo, y todo por obra de este milagro tumultuoso y recurrente que en Albacete llamamos nuestra Feria

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/9/2012

No hay comentarios: