La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 9 de septiembre de 2012

Bricolaje



Una vez me compré una lámpara que era necesario montar. Las instrucciones parecían claras e iban acompañadas de dibujos muy ilustrativos. Aun así, al cabo de dos horas la lámpara seguía desarmada. Es más, ahora constaba de más piezas que al principio, y yo me tiraba de los pelos y blasfemaba en arameo. En otra ocasión traté de ensamblar una pequeña estantería para una colección de tazas que regalaban con un periódico. Lo conseguí, pero tardé tanto que más me habría valido emplear todo aquel tiempo en aprender a tocar algún instrumento. Rizando el rizo, aún no he podido olvidar aquel día en que me animé a hacerle algunos ajustes a mi caldera de agua caliente. El resultado fue un chorro a presión que impactó contra mi cara y que acabó provocando una inundación doméstica. En mi casa del pueblo hay un grifo que salta en pedazos un mínimo de tres veces al año. Yo trato de repararlo en cada ocasión. Incluso he buscado auxilio y consejo en foros internet. Luego el grifo siempre revienta, lo que me hace sentirme algo humillado. Pero no cejo por ello. Es una cuestión de amor propio. El grifo o yo.
Creo que mi ineptitud para el bricolaje y las reparaciones ha quedado más que demostrada. Por desgracia, olvidé mencionarle esa peculiaridad a mi amiga hasta que fue demasiado tarde. Ella me pidió ayuda para fijar a la pared un soporte para un televisor, y yo pensé que si me negaba iba a quedar como un torpe o como un gandul, que es aun peor. De modo que me pertreché de tacos, tornillos y un taladro y me encomendé a san Judas Tadeo. Voy a obviar la descripción de los destrozos que infligí a la pared, aunque creo que eso no fue culpa mía, sino del taladro, que se empeñó en convertirse en un arma de destrucción masiva. Lo realmente humillante fue que, al filo de la media noche, una vez fijado el soporte, comprobé que había cometido el error de fijar a la pared la pieza que debía atornillarse al televisor. No hubo más remedio que deshacerlo todo y taladrar nuevos orificios. Al final, la pared de mi amiga tenía más agujeros que la de un bosnio durante el asedio de Sarajevo, y ella me miraba con una expresión que no supe si interpretar como de reproche o sencillamente de lástima.
Como no carezco de cierta vena masoca, durante un tiempo me dediqué a ver un programa de bricolaje que hacían en televisión. Un joven barbudo ejecutaba complicados trabajos de carpintería y decoración y arreglaba todo tipo de averías. En sus manos las herramientas parecían fieles esclavos, y yo lo observaba todo fascinado, como si estuviera mirando un acto de prestidigitación. Aquello tenía algo de mágico. Quizás por eso existe una cadena de tiendas de bricolaje cuyo nombre contiene el de un famoso mago: el mago Merlín de las leyendas del rey Arturo. Al saber que en nuestra ciudad se había abierto un establecimiento de esta cadena, me apresuré en acercarme a echar un vistazo. Recorrí los interminables pasillos con una mezcla de terror y asombro, imaginando lo que el joven barbudo de la tele podría hacer con aquellos materiales y herramientas. Al mismo tiempo, mi imaginación me brindó imágenes de las catástrofes que yo podría llegar a perpetrar con todo aquello. Sufrí un episodio de vértigo y tuve que abandonar la tienda corriendo.
Llegado a cierta edad, uno tiene que ser consciente de sus limitaciones. Sé que no carezco de algunas habilidades, pero entre ellas no está el bricolaje. Con una herramienta en las manos me convierto en la perfecta personificación del caos, un auténtico Terminator del bricolaje. Mejor me quedo quietecito.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/9/2012

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