La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 12 de agosto de 2012

Tarjetas




Como voy teniendo mis años, me acuerdo perfectamente de que en los primeros días del vídeo había tres formatos distintos: el VHS, el Beta y el 2000. Si te confundías en el videoclub, ibas listo. Luego se impuso el VHS y se acabó el problema. Antes de eso, en los primeros tiempos de nuestra democracia, existían infinidad de partidos políticos y aquello era un lío tremendo. Pero muy pronto se quedaron en dos y todos tan contentos. Está claro que el ser humano tiende a homogeneizarlo todo. Esta tendencia a la uniformidad es buena en tanto que nos simplifica la vida. Menos en lo relativo a los carnés y tarjetas.
Ahora todos los documentos de plástico tienen el mismo formato, el que determina el estándar ISO (85.60 x 53.98 mm). A mí, al menos, el dichoso estándar me está complicando muchísimo la existencia. Sin exagerar un ápice, calculo que en estos momentos debo de manejar al menos quince carnés distintos: el DNI, el permiso de conducir, el de funcionario docente, tarjetas de crédito y débito, tarjetas de descuento en distintos comercios, la tarjeta del gimnasio, la de videoclub y dos o tres tarjetas de socio más. Hasta para hacer fotocopias en el instituto necesitamos una tarjeta que, por supuesto, tiene exactamente el mismo tamaño y un aspecto muy parecido a las otras que manejo. Vivo sumido en la perplejidad de no ser capaz de distinguir unas tarjetas de otras. Antes trataba de clasificar las tarjetas en distintos compartimentos de mi cartera, pero las malditas se multiplicaron de tal modo que el intento se volvió inútil, pues nunca era capaz de dar con la tarjeta precisa. Me sentía como un auténtico idiota, rebuscando en mi cartera igual que las señoras rebuscan en su bolso. La diferencia es que el bolso de una mujer es un objeto voluminoso e intrincado, un receptáculo lleno de secretos, y cualquiera entiende que resulta sencillo extraviar algo allí. Pero la cartera de un hombre es pequeña, diáfana. Si no eres capaz de encontrar en ella un simple carné no es por culpa de la cartera, sino de tu propia ineptitud. O al menos eso parecía pensar todo el mundo cuando me veían debatirme en vano con los compartimentos de mi cartera. De modo que decidí guardar todos los carnés juntos, en un solo mazo sujeto con una goma. Ahora, cada vez que tengo que pagar algo, voy repasando mis carnés igual que hacíamos cuando éramos niños e intercambiábamos cromos. Pero los carnés y tarjetas son mucho más difíciles de distinguir que los cromos de nuestra infancia. En ellos no hay jugadores de fútbol, linces o dinosaurios. Hay números, nombres de bancos, de establecimientos, de organizaciones. Como mucho algún logotipo abstracto. Es fácil imaginar la cara que me ponen las cajeras, los dependientes y los empleados de gasolinera cuando saco mi mazo de carnés y les quito la goma. Pero aún es más elocuente su expresión cuando trato de pagar la compra del supermercado con la tarjeta de descuento de la librería, cuando intento de acceder al gimnasio con la tarjeta de CC.OO. (de donde me di de baja hace diez años), o cuando pretendo usar mi tarjeta del Círculo de Lectores para hacer fotocopias en el instituto.
Una noche en la que salí de parranda con los amigos, unos agentes de la autoridad nos pidieron la documentación (seguramente teníamos pinta de estar manifestándonos contra los recortes del gobierno). No sé si fue por culpa de la oscuridad nocturna o por efecto de los gintonics, pero el caso es que traté de identificarme con mi tarjeta de cliente de Bankia. Lo curioso es que el agente no protestó. Seguramente me tomó por tonto de remate y pensó que no merecía la pena insistir.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/8/2012

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