La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 10 de julio de 2012

Parálisis del supermercado




Hace unas semanas, desde esta misma columna, arremetí contra los smartphones y todos esos artefactos que, lejos de facilitarnos la comunicación, están consiguiendo alienarnos y apartarnos de las personas que tenemos más cerca. Uno ya cuenta con edad suficiente como para tener sus detractores, y no tardó en aparecer quien me acusó de haber escrito un artículo atravesado de moral “neoludita”, lo que me dejó perplejo y un tanto mosqueado. Según la bendita Wikipedia, los luditas eran los seguidores de Ned Ludd, quienes, en los días de la revolución industrial, destruían las máquinas porque las consideraban un peligro para sus puestos de trabajo. En resumidas cuentas, me estaban acusando de troglodita, de retrógrado, de enemigo del progreso. Y lo curioso es que no me sentí ofendido. Es más, concluí que, de algún modo, a mi detractor no le faltaba razón.

La prueba la he tenido al observar que estoy aquejado de un extraño síndrome para el que no encuentro precedentes, ni en la Wikipedia ni en ningún sitio. Como me parece presuntuoso denominarlo “el síndrome de Cebrián”, he decidido llamarlo “parálisis del supermercado”. Como su propio nombre indica, el problema sobreviene cuando estoy haciendo la compra, ya sea en el supermercado de mi barrio o en una gran superficie. Y no importa que esté familiarizado con el establecimiento o que lleve mi lista de la compra confeccionada de casa. La cuestión es que siempre llega un momento en que me quedó paralizado, incapaz de moverme o de tomar decisiones, como un conejo deslumbrado por los faros de un auto en medio de la carretera. De repente noto mi mente saturada por ese aluvión de marcas, por esa abundancia de productos, y los pasillos del supermercado se convierten en los corredores de un laberinto del que nunca seré capaz de salir. El estupor dura poco, apenas unos instantes, pero basta para dejarme aturdido para el resto del día. Me siento como un ciudadano del pasado que hubiera viajado en el tiempo, incapaz de comprender nada, anacrónico, deslocalizado.

Por eso disfruto tanto cuando tengo vacaciones y vengo a pasar unos días a mi casa de Carcelén, desde donde ahora tecleo estas líneas. Mucha gente de aquí hace su compra en los supermercados de Albacete o de Ayora. Yo, en cambio, aprovecho para acudir a las tiendecillas del pueblo, especialmente a la de Juan y Teresa, que está junto al bar de Florinda, al pasar el castillo. En apenas veinte metros cuadrados uno encuentra todas las cosas que pueda necesitar, desde productos de droguería a artículos de costura, pasando por toda la variedad de alimentos que aconseja la dieta mediterránea. No hay pasillos, no hay megafonía para anunciar ofertas, no hay cartelitos, no hay cajeras marimandonas, no hay colas ni gente malhumorada, no hay prisas. La gente entra y espera a que Juan o Teresa los atiendan. Y muchas veces aprovechan para sentarse y hacer un rato de tertulia, porque aquí, en Carcelén, el tiempo y la vida transcurren de otra manera.

La tienda de Juan y Teresa, igual que las otras dos o tres tiendas del pueblo, es una especie de microcosmos donde las reglas son distintas de las que imperan en los grandes almacenes y supermercados. Detrás de ellas no hay una gran empresa multinacional ni un potentado bocazas a lo Juan Roig, solamente hay familias que se esfuerzan por salir adelante a pesar de las enormes dificultades de una España rural cada vez más despoblada y olvidada.

Ojalá hubiera más tiendas de este tipo en las capitales. Yo haría mi compra allí sin dudarlo un momento, aunque mis detractores me acusaran de “neoludita”. Allá ellos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/7/2012

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