La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 11 de junio de 2012

Turno de noche



Cuando era crío estaba convencido de que el mundo desaparecía por las noches. Creía que cuando yo cerraba los ojos toda la gente y todas las cosas ingresaban en una suerte de limbo, un estado de animación suspendida del que no emergían hasta la mañana siguiente, en el momento en que yo despertaba. Me llevé una sorpresa mayúscula cuando mis padres me explicaron que las cosas no eran así, que la vida seguía por las noches, y que incluso había gente que trabajaba mientras la inmensa mayoría descansábamos. Me pusieron como ejemplo a los serenos, unos hombres extraños que recorrían las calles de madrugada provistos de un manojo de llaves, y a los que yo había visto durante los paseos que dábamos en las noches de verano para mirar las lagartijas de las fachadas. Los serenos me daban algo de miedo porque no estaba muy seguro de cuál era su función, y me parecía que aquello de deambular por ahí a la luz de la luna era más propio de malhechores que de gente de bien. Pero no solo estaban los serenos, me revelaron mis padres. De hecho, había multitud de personas que tenían que trabajar de noche para que otros pudiéramos dormir tranquilos: los hombres que recogían la basura, los policías y bomberos, los médicos, las enfermeras, los panaderos, los conductores de trenes y autobuses nocturnos, y muchos otros que se encargaban de mantener las cosas en orden y se aseguraban de que todo estuviera listo a la mañana siguiente, cuando los durmientes nos desperezábamos y empezábamos la jornada. «Alguien tiene que poner las calles», me dijo mi madre.  Y aquello me confirmó que mis sospechas no eran del todo infundadas. A fin de cuentas, ¿qué propósito podían tener las calles de noche si nadie las utilizaba? Alguien tenía que ponerlas cada madrugada. De otro modo nos encontraríamos sin vías públicas por la mañana, lo que resultaría un gran engorro.
Pero ocurrió que con el tiempo llegué a atribuir a estas gentes nocturnas una responsabilidad aún mayor, una responsabilidad casi metafísica. Llegué a pensar en ellos como una especie de guardianes de la realidad. ¿Qué ocurriría si todos, absolutamente todos, nos quedásemos dormidos a la vez? ¿Qué sería del mundo si no hubiera ni un solo ser humano consciente para poder observarlo? Creo que sobrevendría una catástrofe, que si de pronto no quedara ni una sola mente consciente, la realidad se desmoronaría como un castillo de naipes. Me imagino el momento terrible en el que todos despertásemos para descubrir que este mundo que tanto nos ha costado construir y mantener ha desaparecido por completo, borrado y convertido en una especie de tabula rasa donde todo está por hacer y por organizar. Qué pereza, ¿verdad?
Por suerte no parece que el riesgo de que eso ocurra sea muy grande, porque siempre hay personas que velan mientras los demás dormimos. Ellos piensan que están recogiendo residuos, trabajando en sus fábricas, cuidando enfermos o desmantelando botellones. Pero se equivocan. Su función es mucho más sutil e importante de lo que creen.  Ellos se mantienen despiertos para que el mundo real pueda seguir existiendo. ¿Pero cuál es el número mínimo de mentes despiertas que el mundo necesita para no sucumbir a la inexistencia? Quizás estemos rozando ese mínimo sin saberlo y nos encontremos al borde de la nada. Qué responsabilidad tan enorme la de las personas que trabajan en turnos de noche. Propongo que establezcamos turnos de insomnes que abarquen al menos a un tercio de la población adulta. Eso quizás serviría para que esta realidad, que últimamente se está comportando de un modo un tanto errático y volátil, adquiriera solidez. Puede que así no nos despertásemos cada mañana con la sensación de que el mundo, tal y como lo conocemos, está a punto de irse al garete. Porque ustedes también tienen esa sensación, ¿verdad?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/6/2012

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