La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 29 de junio de 2012

Café irlandés




En la esquina de mi calle acaban de abrir un pub irlandés. Dada mi afición a la cerveza y al mundo anglosajón, la inauguración del local me alegró el día. No en vano algunos de los mejores momentos de mi juventud transcurrieron en dichos establecimientos (aunque en su versión británica), con una pinta de bitter en la mano, una partida de dardos o de billar en curso y algunos amigos ingleses en estado de embriaguez, que es el estado más habitual de los ingleses. Tienen una atmósfera especial los pubs. Son sitios paradójicos, diría yo. Sitios que invitan a la vez al recogimiento y a la juerga, a la conversación pausada y al exceso alcohólico, sitios donde Mark Knopfler se codea con The Clash, todos hermanados por ese rito nacional que es la borrachera del viernes por la noche.
En fin, que ayer me adentré muy contento en el pub irlandés que han abierto en la esquina de mi calle. Desde el exterior tiene una pinta muy atractiva, con paneles de madera en los que se anuncian «wines & liqueurs» y en los que se invita al viandante a degustar la gran variedad de cervezas de barril que se ofrecen dentro. Lo que encontré en el interior, sin embargo, no me gustó tanto. No digo que hayan escatimado en detalles de ambientación. En la decoración abundaban los cuadritos de verdes praderas y calles del viejo Dublín, los carteles en inglés y demás parafernalia. Pero era todo tan postizo que, más que un pub irlandés, aquello parecía el decorado de una película barata, o quizás la versión de uno de estos locales que cabría encontrar en un parque temático. El colmo de lo kitsch era un rincón en el que habían simulado una biblioteca llena de títulos de autores británicos (jamás vi una biblioteca en un pub), pero en la que los libros eran de imitación. Para colmo del escarnio, sobre la chimenea de pega habían colocado un retrato de James Joyce, que a buen seguro debe de estar revolviéndose en su tumba. Decidí, no obstante, ser generoso y acercarme a la barra para darles una última oportunidad. Lo primero que me asaltó fue un fuerte olor a fritanga, que más me recordó a infame bareto de barrio que a un genuino pub irlandés, donde los aromas reinantes suelen ser los del alcohol, el serrín y los orines. Pero lo peor fue la escasez de cervezas de barril que había en oferta. Resignado, pedí media pinta de guinnes, y me la sirvieron acompañada de una de esas tapas grasientas que tanto se estilan ahora en la hostelería de Albacete. Vamos, que no había forma de imaginarse a Leopold Bloom entrando allí para pedirse un plato de riñones de cordero.
Lo cierto es que no sé muy bien lo que esperaba, habida cuenta de que este tipo de establecimientos no son muy distintos de los McDonald’s y de los restaurantes chinos. Se trata de locales clónicos en los que la globalización alcanza los peores extremos de vulgaridad. Pero, puestos a pensar en ello, ¿por qué no globalizar algo más autóctono? Y no me refiero a esos horrorosos bares de ambiente sevillano, que vienen a ser lo mismo que los irlandeses, pero a  base de fino y pescaíto, sino a nuestro entrañable Bar Vidal, con su barra llena de abuelitos, sus azulejos de color amarillo, su cocina atendida por simpáticas señoras de Pétrola y su encargada, que solo te da mesa si te conoce. Ah, y su váter de agujero. Puestos a globalizar, globalicemos también El Tocino, o Vinos El Gordo, o El Moratalla, o cualquiera de de nuestras entrañables tabernas de toda la vida. Esos sitios donde ya se emborrachaban nuestros padres y donde los de mi generación aprendimos los sutiles placeres de la cerveza de litrona, de la mistela, de los cascos de patata y de la cazalla con menta. Por cierto, bienvenida sea la idea de recuperar El Dos de la Parra para las nuevas generaciones. Ojalá cundiera.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/7/2012

1 comentario:

Alejandro dijo...

Olvidas relatarnos cuánto tiempo duró la operación de servirte la Guinness. En los auténticos pubs irlandeses tardan unos quince segundos; en los falsos le dan de tres a cinco minutos de teatro al asunto. Hasta hay, o al menos había, algunos en que te meten la pinta a medio tirar en una neverita ad hoc para que no se caliente en los plazos de espera de la delicada operación.