La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 23 de abril de 2012

Rapé



Mi amigo Alejandro es un tanto friki. Cuando uno lo ve venir por las estrechas calles del Madrid viejo, acaparando la acera con su corpachón, pertrechado con su cazadora de motero, sus gafas negras y sus muñequeras de clavos, el primer impulso es dar media vuelta y echar a correr. O como mínimo cambiarse de acera. Sin embargo, paradojas de la vida, Alejandro es uno de los individuos más refinados que conozco. Lleva muchos años dedicado a la traducción literaria, y por sus manos han pasado escritores de la talla de Jane Austen y Joseph Conrad. Su cultura es tan extensa que sorprende que tantos datos quepan en una sola cabeza. Lo de pasear por Madrid disfrazado de Makinavaja es pura excentricidad. Igual que sus manías de coleccionar relojes y de dedicarse con infatigable entusiasmo a la enseñanza y difusión del esperanto. Otra peculiaridad de Alejandro es su costumbre de tomar rapé. Y observen que he escrito «rapé», con tilde en la «e», y que por tanto no me refiero a ese pescado tan sabroso en guisos y arroces. El rapé es un preparado de tabaco molido y aromatizado que se aspira por la nariz, muy popular hace un par de siglos, pero bastante inusual hoy en día, al menos por estas latitudes. La palabra «rapé» nos hace evocar aristocráticos salones dieciochescos y películas de época. Pero ahí tenemos a Alejandro, con su pinta de ángel del infierno, tomando sus pulgaradas de rapé cual pisaverde emperifollado con peluca y casaca.

Hace poco me contó Alejandro una curiosa anécdota relacionada con el rapé y con internet. Andaba él en busca de nuevas variedades del producto (que no es fácil encontrar en estancos al uso) y probó suerte en Google. Pensó que para hacer la búsqueda más completa lo mejor sería combinar la palabra española y la inglesa: snuff. Así pues, tecleó «rapé» y «snuff» en la ventanita del todopoderoso buscador. Lo que obtuvo, para su asombro, fue una lista de páginas web de carácter pornográfico. Pero no de pornografía al uso, sino de sadomasoquismo, torturas, violaciones y demás sevicias. Entonces cayó en la cuenta de lo que había pasado. La palabra «rape» coincide con el término que en inglés designa la violación y el estupro. En cuanto a «snuff», se denomina así un cierto subgénero de pornografía en la que se muestran torturas y asesinatos supuestamente reales (recuerden Tesis, la película de Amenábar). La inteligencia que habita dentro de Google acababa de tomar a mi amigo Alejandro, espíritu elevado donde los haya, por un degenerado consumidor de la más abyecta variedad de pornografía.

Alejandro y yo coincidimos en lo inquietante que resulta saber que detrás de la página principal de Google (tan minimalista, tan inofensiva ella) acecha una mente vasta y despiadada, una inteligencia en absoluto humana, como la de los marcianos que espiaban los asuntos terrícolas en la novela de H. G. Wells. Se trata de una voluntad implacable e infatigable que acumula información sobre nosotros cada vez que hacemos una búsqueda en internet y que, no contenta con intentar vendernos todo tipo de productos y artilugios, se permite incluso el lujo de juzgarnos, como le pasó a Alejandro, quien se vio convertido en perturbado sexual por el capricho de los insondables algoritmos del motor de búsqueda.

Y si piensan que me estoy dejando arrastrar por mi imaginación, les diré que cierto antiguo alumno mío, ingeniero de telecomunicaciones, me confirmó todos mis temores: internet archiva, procesa y utiliza todo lo que vertemos en ella, ya sea a través de un buscador, de una red social o del correo electrónico. Eso significa que, una vez conectados, la red sabe quiénes somos. Y no me refiero solamente a nuestra dirección IP, tan impersonal como la matrícula de un coche, sino a un conocimiento amplio de aspectos de nuestra personalidad que solemos considerar confidenciales. La tecnología informática permite que la publicidad que vemos en las páginas web se nos muestre personalizada conforme a nuestra edad, nuestros gustos, nuestro nivel económico o nuestra orientación sexual. Si no me creen, pregúntenle al inefable Alejandro, quien hace poco trató de buscar información sobre John Gay, poeta y dramaturgo inglés del siglo XVIII. Ahora, cada vez que se asoma a internet, a mi amigo lo bombardean con anuncios dirigidos al público homosexual.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 23/4/2012

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