La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 30 de abril de 2012

Cronoaventuras



En la última novela de Stephen King un hombre viaja al pasado para evitar el asesinato de Kennedy. A mí me pasó algo parecido la semana pasada. El protagonista del libro descubre una puerta temporal que conduce directamente al año 1958. Este pasillo al mundo del ayer se encuentra escondido en la despensa de un restaurante. Mucho más prosaico fue lo mío de la semana pasada. Yo me desperté el jueves por la mañana y me encontré de sopetón en mayo del año pasado. Así, sin más. En concreto, en el 19 de mayo del año pasado, también jueves. ¿Que cómo lo supe? Me bastó con abrir la ventana y mirar el cielo. Aquel era un cielo de mayo, nada que ver con los cielos de finales de abril. Claro que podría tratarse un viaje hacia el futuro de menos de un mes. Pero al observar detenidamente la configuración de las nubes ya no me cupo ninguna duda. Tengo memoria fotográfica, y la forma y disposición de las nubes correspondía exactamente a la del 19 de mayo de 2011, a las 7 y 10 minutos de la mañana. De repente sentí mucha pereza al pensar que tendría que vivir el mismo año otra vez. Si por lo menos me acordara del número que va a ganar el gordo de Navidad… Pero nada. Ni siquiera del número del reintegro. En fin, que ahora tocaba volver a vivir todo lo que quedaba del 2011 y un trimestre y medio del 2012. Y exactamente igual de pobre. Lo dicho, qué pereza.

Me levanté y, mientras preparaba el desayuno, encendí la radio. Hablaban de la crisis de la deuda, de la prima de riesgo, de Standard & Poor’s, del paro y de recortes en el sueldo de los funcionarios, lo que me confirmó que, en efecto, había realizado una regresión temporal. Lo que me sorprendió fue que no mencionaran a los indignados del 15-M, que a estas alturas del 2011 todavía estarían acampados en la Puerta del Sol. ¿Y si me decido a hacer una buena acción y me acerco a Madrid para decirles que no se molesten, que regresen a sus casas, que dentro de un año todo estará aún peor y encima estarán prohibidas las reuniones subversivas y las acampadas urbanas? Me encojo de hombros y decido dejarlo correr. Me da pena desilusionarlos, no vayan a indignarse más todavía, los pobrecillos. Entonces caigo en la cuenta de que mi horario del instituto ya no es el que tenía hasta ayer, sino el del año pasado. Y no soy capaz de acordarme de mi horario del año pasado. ¿Qué más da? Total, hace ya años que repito lo mismo curso tras curso. Mis alumnos ni se van a dar cuenta de que el profe de hoy es en realidad el Eloy del año que viene.

Salgo a la calle. Hace temperatura de mayo y la luz tiene esa calidez inequívoca de propia de la temporada. La única nota discordante es cierta pesadez en el aire. Debe ser un efecto del viaje temporal. Al fin y al cabo soy un hombre del 2012 caminando por la calle en el 2011. Es normal que note el aire un poco enrarecido después de tantos meses. Se me ocurre que esto de viajar en el tiempo no deja de ser un privilegio. Algo así debe de comportar alguna responsabilidad. De repente me acuerdo de que dentro de tres días habrá elecciones autonómicas y las va a ganar el PP. Y vendrá la Cospedal. Y en noviembre habrá generales y Rajoy saldrá elegido presidente. Y ocurrirán todas esas cosas horrorosas que mis conciudadanos del 2012 ya están sufriendo. ¿Y si les aviso de lo que va a ocurrir? ¿Y si lo impido?

¿Qué les parece?  
Publicado en la Tribuna de Albacete el 30/4/2012

lunes, 23 de abril de 2012

Rapé



Mi amigo Alejandro es un tanto friki. Cuando uno lo ve venir por las estrechas calles del Madrid viejo, acaparando la acera con su corpachón, pertrechado con su cazadora de motero, sus gafas negras y sus muñequeras de clavos, el primer impulso es dar media vuelta y echar a correr. O como mínimo cambiarse de acera. Sin embargo, paradojas de la vida, Alejandro es uno de los individuos más refinados que conozco. Lleva muchos años dedicado a la traducción literaria, y por sus manos han pasado escritores de la talla de Jane Austen y Joseph Conrad. Su cultura es tan extensa que sorprende que tantos datos quepan en una sola cabeza. Lo de pasear por Madrid disfrazado de Makinavaja es pura excentricidad. Igual que sus manías de coleccionar relojes y de dedicarse con infatigable entusiasmo a la enseñanza y difusión del esperanto. Otra peculiaridad de Alejandro es su costumbre de tomar rapé. Y observen que he escrito «rapé», con tilde en la «e», y que por tanto no me refiero a ese pescado tan sabroso en guisos y arroces. El rapé es un preparado de tabaco molido y aromatizado que se aspira por la nariz, muy popular hace un par de siglos, pero bastante inusual hoy en día, al menos por estas latitudes. La palabra «rapé» nos hace evocar aristocráticos salones dieciochescos y películas de época. Pero ahí tenemos a Alejandro, con su pinta de ángel del infierno, tomando sus pulgaradas de rapé cual pisaverde emperifollado con peluca y casaca.

Hace poco me contó Alejandro una curiosa anécdota relacionada con el rapé y con internet. Andaba él en busca de nuevas variedades del producto (que no es fácil encontrar en estancos al uso) y probó suerte en Google. Pensó que para hacer la búsqueda más completa lo mejor sería combinar la palabra española y la inglesa: snuff. Así pues, tecleó «rapé» y «snuff» en la ventanita del todopoderoso buscador. Lo que obtuvo, para su asombro, fue una lista de páginas web de carácter pornográfico. Pero no de pornografía al uso, sino de sadomasoquismo, torturas, violaciones y demás sevicias. Entonces cayó en la cuenta de lo que había pasado. La palabra «rape» coincide con el término que en inglés designa la violación y el estupro. En cuanto a «snuff», se denomina así un cierto subgénero de pornografía en la que se muestran torturas y asesinatos supuestamente reales (recuerden Tesis, la película de Amenábar). La inteligencia que habita dentro de Google acababa de tomar a mi amigo Alejandro, espíritu elevado donde los haya, por un degenerado consumidor de la más abyecta variedad de pornografía.

Alejandro y yo coincidimos en lo inquietante que resulta saber que detrás de la página principal de Google (tan minimalista, tan inofensiva ella) acecha una mente vasta y despiadada, una inteligencia en absoluto humana, como la de los marcianos que espiaban los asuntos terrícolas en la novela de H. G. Wells. Se trata de una voluntad implacable e infatigable que acumula información sobre nosotros cada vez que hacemos una búsqueda en internet y que, no contenta con intentar vendernos todo tipo de productos y artilugios, se permite incluso el lujo de juzgarnos, como le pasó a Alejandro, quien se vio convertido en perturbado sexual por el capricho de los insondables algoritmos del motor de búsqueda.

Y si piensan que me estoy dejando arrastrar por mi imaginación, les diré que cierto antiguo alumno mío, ingeniero de telecomunicaciones, me confirmó todos mis temores: internet archiva, procesa y utiliza todo lo que vertemos en ella, ya sea a través de un buscador, de una red social o del correo electrónico. Eso significa que, una vez conectados, la red sabe quiénes somos. Y no me refiero solamente a nuestra dirección IP, tan impersonal como la matrícula de un coche, sino a un conocimiento amplio de aspectos de nuestra personalidad que solemos considerar confidenciales. La tecnología informática permite que la publicidad que vemos en las páginas web se nos muestre personalizada conforme a nuestra edad, nuestros gustos, nuestro nivel económico o nuestra orientación sexual. Si no me creen, pregúntenle al inefable Alejandro, quien hace poco trató de buscar información sobre John Gay, poeta y dramaturgo inglés del siglo XVIII. Ahora, cada vez que se asoma a internet, a mi amigo lo bombardean con anuncios dirigidos al público homosexual.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 23/4/2012

lunes, 16 de abril de 2012

3-D


El cine en 3-D lo inventaron los griegos en el siglo V antes de Cristo. El primer cineasta griego del que tenemos noticia se llamaba Esquilo. De él se cuenta que peleó contra los persas en Maratón, y que luego se pasó el resto de su vida dando la tabarra a amigos y parientes con historias de la batallita. La idea de Esquilo resulta sorprendente por su simplicidad. Consistía en tomar cualquier historia o leyenda y representarla. Me explico: se elegía a unos tipos que tuvieran buena voz, y a cada uno de ellos se le asignaba un personaje de la trama, que se iba contando a través de sus diálogos. El efecto estereoscópico fue un descubrimiento basado en la observación, algo que a los griegos se les daba muy bien. Para lograrlo, bastaba con mirar la representación con los dos ojos abiertos de forma simultánea. De ese modo el público podía percibir la profundidad de la escena y los distintos planos en los que cada actor se movía, lo que dotaba a la obra de gran realismo. En cuanto al mecanismo neurológico que hacía esto posible, los remito a la Wikipedia, aunque tengo que advertir que yo la he mirado y no he entendido nada, y sospecho que los griegos antiguos tampoco habrían entendido gran cosa, y eso que eran listos, los condenados.

El cine en 3-D se convirtió en un espectáculo muy popular en la antigua Grecia, hasta el punto de que cada ciudad importante tenía su propio local habilitado al efecto. Los romanos enseguida copiaron el invento y lo extendieron por todo el orbe conocido. Son famosos, por ejemplo, los cines en 3-D de Sagunto y de Mérida, que todavía se utilizan. Después pasaron muchos años sin que el espectáculo decayera. Es más, cobró gran auge durante los siglos XVI y XVII. El lector estará familiarizado con cineastas en 3-D de la talla de Shakespeare, Molière o Calderón de la Barca, español este último, para que luego digan que este país siempre se queda siempre rezagado en cuestión de tecnología.

Hasta finales del siglo XIX no se pude hablar de declive. Ocurrió en 1894, cuando unos franceses tuvieron la desdichada idea de patentar un invento denominado «cinematógrafo». El ingenio no presentaba ninguna ventaja con respecto al cine en 3-D de toda la vida. Para empezar, no era posible oír a los actores. Además, la imagen era de bastante peor calidad. Las cosas y las personas se veían en distintos tonos de grises, sin asomo de su policromía original. Pero es que encima no existía el menor efecto de tridimensionalidad. Todo se veía plano y soso, igual que una foto de entonces. Y a pesar de ello, por increíble que parezca, el invento del cinematógrafo triunfó y acabó por desbancar al cine en 3-D del favor del gran público.

Aunque convertido en un espectáculo minoritario, el cine en 3-D trató de adaptarse a los nuevos tiempos eliminando lo que se conocía como «la cuarta pared», pero a los espectadores no acababa de gustarles que los actores se bajaran del escenario y se dirigieran a ellos, como los payasos de circo. Y menos que los pusieran en evidencia y quisieran hacerlos participar en la representación. Se intentó ganar adeptos con representaciones de mimo, que podían sacarse de los teatros y llevarse a las calles y los parques. Pero eso tampoco funcionó. Yo no sé a ustedes, pero a mí siempre me ocurre: cada vez que un mimo me asalta por la calle para hacerme alguna cucamona, siento el impulso irreprimible de meterle una hostia.

Por contraste, el cinematógrafo perfeccionó su técnica y se impuso cada vez con más fuerza. Primero se incorporó el sonido, luego el color y, por fin, el efecto estereoscópico. El problema es que hay que ponerse unas gafas especiales que son incómodas y dan algo de repelús, y que asistir al espectáculo cuesta una pasta, al menos en Albacete. Y encima siempre se repite idéntico, sin el menor cambio. A mí ha acabado por aburrirme, la verdad. El único consuelo es ver a Leonardo DiCaprio hundirse en las profundidades del Atlántico al final de la película Titanic. En la versión tridimensional, recién estrenada, DiCaprio se ahoga de una forma mucho más realista y convincente, lo que no deja de provocarme un secreto regocijo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/4/2012

lunes, 9 de abril de 2012

Catástrofes



Mi relación con las catástrofes naturales es escasa, aunque peculiar. Una vez me sorprendió un diluvio universal en miniatura mientras caminaba por la calle Tesifonte Gallego. Llovía tanto que me sentí como uno de esos galos de Astérix, convencido de que el cielo entero se estaba desplomando sobre mi cabeza. No tuve más remedio que refugiarme en el soportal de una sucursal bancaria, junto a una docena de personas más. No sé si fue a causa de la furia de los elementos o del deficiente alcantarillado. El caso es que el nivel del agua empezó a subir enseguida, y de forma bastante alarmante. Al cabo de unos minutos la calzada había desaparecido bajo una corriente que descendía con cierto ímpetu (creo que hacia el parque, pero no estoy seguro). Cinco minutos más y las aguas habían rebasado el bordillo. Ahora, los otros refugiados y yo estábamos a tan solo un escalón por encima de aquel repentino torrente, que aumentaba en violencia a cada segundo, y la lluvia era tan densa que apenas se discernía la acera opuesta. A mi lado había un niño con su madre. «Mamá, tengo frío», dijo el chiquillo, lo que me provocó un repentino arrebato de ternura. Y justo entonces vimos pasar a un tipo que descendía por la calle… ¡en piragua! Nos miramos unos a otros con ojos espantados. «Mamá, tengo miedo», gimoteó el niño. Todavía no se había estrenado la película Titanic, pero durante una escalofriante décima de segundo un pensamiento se abrió paso en mi mente: «¡Vamos a morir!». No creo que les sorprenda saber que eso no ocurrió. En fin, que no ha sido necesario recurrir a una médium para escribir este artículo.
Los otros dos casos en que la muerte me ha mirado a los ojos no fueron tan dramáticos. No obstante, creo que han dejado en mí una impronta más profunda. Una impronta metafísica, si se me permite la pedantería. Se trata de los dos únicos terremotos que he llegado a percibir en toda mi vida. El primero fue allá por el año 98, y no recuerdo en este momento dónde se localizó el epicentro. El segundo fue el que tuvo lugar el Lorca, del que pronto se cumplirá un año. Ambos se percibieron por estas tierras, pero de una forma muy débil, nada que ver con las escenas (obsérvese que no he dicho «dantescas») que vimos en los telediarios de hace un año. Lo peculiar en mi caso fue que los dos seísmos me sorprendieron sentado en el váter. Notable casualidad y curiosa experiencia. Durante el primer terremoto no recuerdo haber sentido un pánico instantáneo, sino más bien un desasosiego cuyo origen no fui capaz de localizar en ese momento. En cuanto al temblor en sí, tampoco fue gran cosa. Los suelos de mi instituto tiemblan con mucha más fuerza cada vez que suena el timbre y los chicos de la ESO salen en estampida. En realidad, no fui consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que comprobé que la cortina del baño se movía y que las toallas colgadas oscilaban ligeramente. Aquello fue hasta divertido. Mis amigos se rieron mucho cuando les conté la ridícula tesitura en que me había sorprendido el seísmo. El auténtico problema, el que provocó en mí una crisis metafísica de cierta intensidad, fue lo que ocurrió el año pasado, el hecho de que el segundo terremoto de mi vida me pillara exactamente en las mismas circunstancias, con los pantalones bajados y sentado en taza del váter.
A nadie le gusta pensar en la muerte, y menos en la suya propia. Pero si nos permitieran elegir, nadie dejaría de diseñarse una muerte digna, incluso heroica. A mí me gustaría montármelo como en el famoso cuadro de Delacroix, el de La libertad guiando al pueblo, con mi fusil en las manos en pos de la bandera tricolor. Pero ya no me es posible ignorar las señales que he recibido. No cabe duda de que el destino me depara un final mucho menos vistoso.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/4/2012

lunes, 2 de abril de 2012

Academias


Mientras haya malos estudiantes habrá academias, y no hablamos precisamente de una especie en peligro de extinción. A los que trabajamos en institutos y colegios, sin embargo, esos lugares no dejan de crearnos algo de mala conciencia. Querríamos que a nuestros alumnos les bastara con los conocimientos que impartimos en clase, que lo que enseñamos fuera suficiente para verlos progresar y salir airosos de sus retos escolares. Pero lo que en realidad vemos es cómo docenas de ellos fracasan en el empeño, con frecuencia estrepitosamente. Podemos esgrimir motivos de todo género (desinterés, desmotivación, desidia y otras cosas que empiezan por «des»). La pura verdad es que el fracaso de esos alumnos es también el de sus profesores. Los padres los envían a clases particulares para que allí les enseñen todo lo que no hemos logrado inculcarles en el instituto, y eso a algunos profes nos frustra y hasta nos avergüenza un poco. «¿Qué academia me recomienda?», me preguntan a veces los padres de mis alumnos cateados. Y no puedo reprimir un pinchazo de culpabilidad. «Yo creo que si el chico atendiera y estudiara más, podrían ahorrarse las clases particulares». Pero mis palabras no suenan convincentes. Es más, crece en mí la sensación de que cada día tengo menos alumnos en clase. La evidencia lo contradice. Quizás haya más de treinta chavales sentados en los pupitres, y su número aumentará al mismo tiempo que los recortes de marras. Pero su gesto y su actitud me indican que más de un tercio de ellos no están realmente en el aula, sino perdidos en una especie de mundo paralelo al que soy incapaz de acceder. Y menos cuando toca explicarles la voz pasiva. Entonces me da por pensar en cómo se las ingeniará el profesor de la academia (yo también lo fui, pero hace ya mucho de eso) para conseguir aquello en lo que yo estoy fracasando. Me consta que será un profesional competente, pero abrumado de horas lectivas, subempleado y rodeado de chavales hartos de pasarse el día encerrados. Cuando yo era niño teníamos «las permanencias». De algún modo todo quedaba en casa (es decir, en la escuela). Lo que ahora existe es esa extensa red centros de enseñanza paralelos que son como las catacumbas del sistema educativo, el reino de la claustrofobia vespertina, del tedio y del fracaso escolar, de la voz pasiva y de las ecuaciones de segundo grado.

Me llegan noticias de que a las academias también les ha alcanzado la crisis, como a casi todo. Muchas familias ya no pueden permitirse que el chaval apruebe las matemáticas o el inglés a golpe de recibo, y el número de alumnos desciende de forma alarmante. Pero parece que el ramo está aprendiendo a reinventarse y sale adelante. Se impone ahora un nuevo tipo de academia cuyo objetivo es captar a estudiantes abonados al suspenso múltiple, pero cuyos padres gozan de una situación desahogada. Solo las familias con altos ingresos pueden permitirse las abultadas tarifas que hay que satisfacer, a menudo con más de un trimestre de antelación. ¿Y qué se obtiene a cambio? Pues que el gandulillo de turno permanezca toda la tarde recluido en la academia, no ya únicamente recibiendo ayuda en las asignaturas que se le resisten, sino estudiando sus exámenes y completando sus tareas escolares. Es decir, lo que antes se hacía a solas en casa. Asistimos por tanto al nacimiento de un novedoso concepto empresarial: la academia-internado. De paso, queda inaugurada una nueva variedad de estudiante que dará mucho que hablar a los pedagogos: el alumno-prisionero. Por lo demás, la idea no parece mal del todo. Ahora las academias no serán únicamente el sumidero de la mala conciencia de tanto docente frustrado y desgastado. A cambio de unos cientos de euros, allí quedará también sepultado el remordimiento de los padres, o por lo menos de aquellos que no pueden o no saben cómo hacer para que sus hijos cumplan con sus obligaciones más elementales.
La Tribuna de Albacete, 2/4/2012