La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 8 de mayo de 2009

Miedo

Vivo en un piso tirando a pequeño, en la zona centro de la ciudad. En mi casa no andamos sobrados de espacio, si bien cada una de las viviendas disfruta del uso de un cuarto trastero. Es cómodo esto de tener trastero. O debería serlo. Con los tiempos que corren, un trastero podría incluso considerarse un modesto lujo. Pero el mío ha terminado por convertirse en una pesadilla. Trato de pensar en el trastero lo menos posible. Me gustaría eliminarlo de mi mente como el recuerdo de una experiencia traumática. Pero no basta con desearlo. Y allí sigue, a pocos metros sobre mi cabeza, reventando de objetos inútiles que son como fantasmas de vidas anteriores. Debería subir y vaciarlo por completo. Sacar todos esos trastos de allí y llevarlos a un centro de reciclaje, o al vertedero, o tirarlos al mar. Estoy seguro de que mis vecinos lo hacen. Es verdad que uno no va por ahí enseñando su trastero, igual que no enseña su cesto de la ropa sucia. Pero estoy convencido de que los trasteros de mis vecinos no se parecen en nada al mío. Los imagino como almacenes en miniatura, luminosos y diáfanos, con espacio de sobra para moverse dentro de ellos, y todos los objetos dispuestos conforme a un orden lógico que los hace localizables al instante. Los trasteros de mis vecinos no son sino otra habitación de su vivienda, nada de lo que avergonzarse. El mío, en cambio, es un territorio caótico, peligroso. Un diminuto reino de la confusión que podría estar en una zona de guerra, o en la jungla, o en otro planeta.

Mi trastero me da miedo. Muchas veces lo oigo susurrarme con su voz oscura de caverna. Me tapo los oídos y de nada sirve. «Nunca te desharás de mí», me dice. «Soy tu mala conciencia», me dice. «Me has alimentado durante años con cientos de objetos que fueron para ti valiosos o necesarios, pero de los que luego decidiste olvidarte. Y nunca tuviste el valor de deshacerte de ellos. Tu ropa vieja: abrigos pasados de moda, pantalones agujereados, camisas que ya no podrías abrocharte, zapatos de suelas despegadas con los que caminó un muchacho que se parecía lejanamente a ti. Tus ordenadores obsoletos con disqueteras de cinco y cuarto, discos duros raquíticos y procesadores a 20 megahercios. La mesita de metacrilato que en su momento te parecía moderna y elegante. Los juguetes de cuando tu hijo era pequeño. Un cochecito de bebé que nunca más recorrerá las calles. Un patinete roto. Una tabla para hacer abdominales de cuando aún creías que volverías a tener abdominales. Borradores de libros ya publicados y olvidados, y de otros que nunca vas a publicar. Cuadros y fotos enmarcadas que un día colgaron de tus paredes, hasta que empezaron a parecerte absurdas o de mal gusto. Un extintor descargado que ya no apagará ningún fuego. Un abeto de plástico cubierto por una fina nevada de polvo, y junto a él una cesta llena de bolas de colores y espumillón, espíritus tristes de navidades pasadas. Dos cajas repletas de las casettes que escuchabas cuando estabas en la universidad, en las que puede que todavía esté grabada tu voz de entonces. Estos son mis poderes. Estos mis músculos y mis vísceras: los objetos de los que decidiste olvidarte pero nunca te atreviste a tirar». Así me habla mi trastero. Lo oigo en pleno día, mientras leo o corrijo exámenes. Pero es por las noches cuando su voz se vuelve más poderosa, mientras estoy acostado y me deslizo lentamente hacia el sueño. Entonces el susurro se convierte en un rugido, y siento mi trastero como una bestia agazapada dispuesta a saltar sobre mí y arrastrarme hasta sus dominios, el país de las cosas olvidadas, el ámbito desdibujado e inerte del pasado. Y no debo permitir que eso ocurra. Pero voy a necesitar un plan.

Veamos. Tal vez este domingo por la mañana. Sí, la mañana del domingo es propicia para perpetrar crímenes a plena luz. Las calles están casi vacías. Si acaso podría verme uno de esos señores en chándal con un enorme fardo de periódicos y suplementos bajo el brazo, pero dudo que reparase en mí con su mirada sonámbula de quien ha madrugado sin necesidad. Mis vecinos seguramente estarán dormidos, y yo podré aparcar el coche junto a la puerta y llenarlo con todo el contenido del trastero. Hay muchos vertederos de escombros alrededor de la ciudad. Cuatro viajes serían suficientes. Y una vez tuviera todos los cachivaches amontonados a la intemperie, en un lugar discreto, sería hermoso prenderles fuego y ver cómo el humo y las cenizas ascienden hacia el cielo. ¿Pero para qué engañarse? Sé que ni siquiera seré capaz de acercarme a la puerta del trastero, y mucho menos de adentrarme en el estómago de la bestia, con el riesgo de quedar sepultado bajo un alud de cajas, maletas y detritus acumulados durante tantos años. Lo más sensato sería traer a un albañil para tapiar esa puerta y tratar de olvidarme del cubículo tenebroso que acecha detrás. De vez en cuando seguiría oyendo su voz airada, sus reproches, pero esa voz sonaría más apagada cada día. Y en el futuro hasta podría vender mi casa y mudarme a otro piso. Un piso nuevo con un trastero enorme, soleado y vacío. ¿Quién no ha soñado alguna vez con empezar de nuevo?

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 8/5/2009

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