La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 16 de mayo de 2009

A cañonazos no, por favor

Hace unos días comparecieron ante la prensa los concejales Sotos y Gualda, el primero en calidad de Concejal de Sostenibilidad y Medio Ambiente, y la segunda no sabemos en calidad de qué, porque de lo que venían a hablar era de ruido. Pero seamos bienpensados y supongamos que, puesto que el ruido no deja de ser una cuestión de educación y de cultura, el asunto tenía que ver con el área de la concejala de IU. En cualquier caso, venían a anunciar que nuestra ciudad va a contar con un «mapa del ruido» a partir del año que viene, y que para ello se van a destinar 85.000 euros de las arcas públicas. Lástima no haber sabido antes que esto de la cartografía acústica era tan lucrativo, pues de buena gana habría cambiado mis estudios de filología por una profesión con tanto futuro.

En un reciente artículo, observa mi amigo Gregorio Salvador que la elaboración de semejante mapa, además de cara, le parece superflua, ya que bastaría con escuchar las quejas de los vecinos para trazar de forma muy precisa la geografía del ruido en nuestra ciudad. Por desgracia, a los problemas de ruido se suma el grave problema de sordera que aqueja desde siempre a nuestro ayuntamiento. Después de tantos años de hacer la vista gorda ante tantos desmanes, no podemos evitar que el anuncio de Sotos y de Gualda nos suene a coartada, cuando no sencillamente a burla. Con todo, tras husmear un rato por internet descubro que una directiva europea obliga a la elaboración de estos estudios de contaminación sonora o «mapas de ruido». Junio de 2007 era el plazo para los municipios de más de 250.000 habitantes. En las ciudades más pequeñas cabe suponer que el alboroto sea algo más tolerable, por cuanto la ley marca un plazo más amplio, en concreto hasta el 2012. No sé si estoy de acuerdo con eso de que a ciudad más pequeña, menor cantidad de ruido. La nuestra, sin ir más lejos, es una población de modesto tamaño, pero con una infinita capacidad para producir decibelios. Con el agravante de que somos menos los habitantes para repartirlos.

Escribo estas líneas un domingo por la mañana. Ahora mismo la calle permanece silenciosa, mis vecinos parecen haberse marchado en pos de alguna actividad dominguera, y mi hijo ha decidido darles tregua a la consola y la televisión. De lunes a viernes, sin embargo, el despacho donde escribo esta columna sufre un asedio inmisericorde y brutal, el del vecino conservatorio Tomás de Torrejón y Velasco, cuya fachada prácticamente linda con la mía. Lo he denunciado antes y no quiero parecer pesado, pero imaginen que todos los hijos de sus vecinos son estudiantes de música y se ejercitan sin descanso con sus instrumentos (pianos, trompetas, timbales, xilófonos, clarinetes, violines), y así de la mañana a la noche. Supongan también que las habitaciones de estos estudiantes cuentan con aislamiento acústico y dobles ventanas, pero que los chiquillos están aquejados de claustrofobia y les resulta imposible ensayar sus partituras sin abrir las ventanas de par en par. Y ello ante la pasividad de los padres de las criaturas (léase profesores y equipo directivo), que han decidido que la ingente cantidad de ruido provocada por los chicos no es algo que les concierna. Y ahora imaginen a un desgraciado que trata de leer o de escribir o de vivir en medio de semejante estruendo. Pues bien, ese desgraciado es quien esto firma. A su pesar, un auténtico experto en ruidos.

Tanto es así que estoy por ofrecerme para elaborar ese conflictivo mapa a un precio mucho más ventajoso que los 85.000 euros presupuestados. Y si me paro a pensarlo, la idea me resulta hasta poética. Sería algo parecido a esas cartas que usaban los navegantes antiguos, con dibujos de leviatanes y monstruos fabulosos, y costas trazadas de forma incierta que a veces llevaban el rótulo de Terra Incognita. Por lo que respecta a nuestros responsables municipales, los territorios del ruido son una auténtica tierra desconocida, pues de otro modo no se explica que un problema tan serio se aborde con semejante indolencia e ineptitud. Otra posibilidad sería trazar el mapa del ruido a semejanza de un mapa topográfico (¿o acaso los ingenieros de sonido no hablan también de «crestas» y de «valles»?). En ese caso sería llamativa la diferencia entre el mapa físico de nuestra ciudad, tan moderada en relieves y parca en desniveles, y su mapa sonoro, que se parecería de forma muy llamativa a un mapa del Himalaya, con «La Zona» y otras zonas de terrazas, obras, botellones y tráfico constante señaladas con los tonos oscuros de los «ochomiles», y todo un laberinto de riscos, gargantas, macizos y despeñaderos donde han fijado sus bastiones los señores del ruido, de la bulla y de la mala educación. Puestos a darle una utilidad, que ese mapa se use del mismo modo que los planos militares, que quienes tienen autoridad para ello asuman el papel de generales y borren del mapa sonoro a todos esos ruidosos desaprensivos, enemigos declarados de nuestra calidad de vida. Pero que no sea a cañonazos, por favor.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 15/5/2009

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