La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 17 de abril de 2009

El vampiro del museo

Establezcamos un par de hechos desde el comienzo: soy un vampiro y vivo en la ciudad de Albacete. Aunque ya empiezan los problemas, pues el verbo «vivir» no resulta adecuado en mi caso. Tal vez debería decir «habito en la ciudad de Albacete». Y me consta que puede parecer un sitio insólito como lugar de residencia de alguien de mi especie. Ustedes lo saben por el cine y la literatura: los vampiros preferimos las regiones agrestes y montañosas del corazón de Europa. De allí proceden nuestras estirpes ancestrales y es allí, sobre cumbres yermas y azotadas por la tormenta, donde se encuentran los solares de nuestros antepasados. Para visitar el mío deben viajar a los Alpes bávaros. Aunque supongo que lo que provoca su curiosidad no son mis orígenes, sino el desusado lugar donde he fijado mi domicilio en los últimos tiempos.

Si tomé la decisión de mudarme no fue porque me sintiera a disgusto en mi hogar anterior. De hecho, el castillo de mi familia  se encuentra en un valle de lo más pintoresco, rodeado de bosques y encantadoras aldeas. Fue restaurado con fines turísticos, y aunque abre sus puertas al público seis días a la semana, los visitantes no interferían en absoluto con mis hábitos nocturnos. Cierto es que Alemania ya no es lo que era, y he de reconocer que mi país natal ha perdido buena parte de su encanto y de sus tradiciones. Pero en general resulta un país apacible y respetuoso de la ley, lo que en absoluto puede decirse de su ciudad, si me perdonan la franqueza.

Cabría suponer que en este lugar donde ahora vivo (es decir, «habito»), una ciudad de modesto tamaño, enclavada en una zona agrícola y apartada de los grandes núcleos de población, sería posible encontrar la tranquilidad y el silencio que tanto apreciamos las criaturas de la noche. Craso error. De día atruena el tráfico y rugen las obras, aunque eso a mí poco me importa, dado que paso las horas de sol dormido dentro de mi ataúd y ni siquiera un terremoto podría despertarme. Lo verdaderamente inexplicable es lo que ocurre tras la puesta de sol, cuando los de mi especie emprendemos nuestra jornada con la razonable esperanza de poder desarrollar nuestra actividad nocturna con cierto grado de sosiego. Pues bien, nada en las noches de esta endiablada ciudad invita al sosiego, ni los cientos de bares donde la música suena a todo volumen, ni las terrazas donde un ejército de noctámbulos perturba la paz, ni las manadas de adolescentes que destrozan el silencio y el mobiliario urbano. Todo ello ya resulta disuasorio para quienes gustamos de rondar por la ciudad en la única compañía de nuestra sombra y de la luna. Pero aún se complica más dadas las peculiaridades de mi dieta. Siempre me consideré un gourmet entre los míos y jamás he probado sangre que no provenga de una muchacha joven, y a ser posible doncella. Dados los tiempos que corren, el requisito de la doncellez queda descartado. Lo que me irrita sobremanera es la imposibilidad hincarle los colmillos a una jovencita que no lleve varias copas de más, especialmente los fines de semana. Esto me provoca violentas intoxicaciones etílicas y dolorosas resacas, y me hace anhelar aún más que acabe esta no-vida, esta dolorosa existencia que me abruma desde hace demasiados siglos.

Y así llegamos al meollo de mi historia, el motivo por el que decidí mudarme a un lugar tan extraño e inhóspito como éste (y les aseguro que no tuvo nada que ver con el simpático detalle del murciélago en el escudo). Cierta leyenda afirma que el único modo de acabar con un nosferatu es clavarle una estaca en el corazón. Esto, naturalmente, no es más que una burda mentira urdida por algún novelista de tres al cuarto. En realidad, para darnos muerte basta con hundirnos una hoja de acero en el pecho. En esto no somos distintos de los mortales. La diferencia es que con nosotros no sirve cualquier cuchillo, sino uno cuya hoja posea unas características muy especiales. Un cuchillo entre un millón. Y por ese motivo he terminado aquí, en esta ciudad provinciana y ruidosa que, sin embargo, es una de las capitales internacionales de la cuchillería. Mi propósito es dar con el cuchillo o navaja o puñal o machete que me permita abreviar mis días de una vez por todas, y encontrar así el descanso eterno que tanto anhelo. En mi castillo bávaro supe de la inauguración de este pequeño museo y me apresuré a venir para fijar aquí la que espero sea mi última morada.

He cruzado océanos de tiempo para llegar a Albacete y a su museo de la cuchillería, aunque nadie se haya apercibido de mi presencia, pues el sigilo es uno de mis hábitos más arraigados. Pero si acuden a la casa de Hortelano tras la puesta de sol, tal vez puedan vislumbrar mi silueta melancólica tras los góticos ventanales. Cada noche tomo una navaja o cuchillo de las vitrinas y la hundo con decisión en mitad de mi pecho. He probado ya con varios cientos de las piezas que se exponen, de momento sin fortuna. Pero no pierdo la esperanza. Aún son miles las hojas de acero que esperan para tener su encuentro íntimo con mi corazón de vampiro. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Por suerte, ando más que sobrado de ambas cosas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/4/2009

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