La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 4 de abril de 2009

El día de la Bestia

El periodista Mikel Rodríguez se encontraba en la cima de su carrera. Con más de cinco millones de espectadores, su programa Cuarto sexenio arrasaba en la parrilla televisiva, lo que lo había convertido en el auténtico heredero del doctor Jiménez del Oso, santo patrón de los investigadores de lo paranormal. Los ovnis, las apariciones fantasmales, el monstruo del Lago Ness, la composición de las hamburguesas de McDonald’s y otros enigmas de similar cariz eran abordados en su programa con la misma naturalidad con que los telediarios desglosan las listas del paro. En los últimos tiempos el periodista centraba su atención en el apasionante tema de los secretos de la iglesia católica. Acababa de destapar, por ejemplo, un plan del Vaticano para acabar con los últimos ejemplares de lince ibérico, pues ciertos documentos antiquísimos señalaban al animalito como emisario de Satán, junto con el macho cabrío y el mosquito común. Y ahora preparaba un libro sobre el misterio de las advocaciones marianas, y se jactaba de haber visitado cada parroquia o catedral que albergara alguna de ellas, por remota o exótica que fuese. Todas menos una, a decir verdad. Por un motivo o por otro, el periodista no había tenido tiempo aún para acudir a la catedral de Albacete, donde se veneraba la imagen de la Virgen de los Llanos. Puesto que el libro ambicionaba ser una obra exhaustiva, el investigador decidió no aplazarlo más y tomó el tren, que lo depositó en Albacete en un pispás.

A Mikel Rodríguez le resultó frustrante encontrar la catedral de Albacete cerrada por obras, aunque su fama le franqueó pronto la entrada merced a un permiso especial del señor obispo, quien en secreto leía las novelas de Dan Brown y era espectador asiduo de su programa. Mikel comprobó que se trataba de un templo de modestas dimensiones, y que la profusión de andamios y operarios con mono y casco daba fe de los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo. Entonces se volvió hacia el párroco, un cura vestido con sotana y equipado con un casco negro a juego, y se dispuso a preguntarle por el paradero de la venerada imagen, que a buen seguro habría sido retirada de su capilla para salvaguardarla de las obras. Pero entonces el periodista se fijó en los muros semiocultos tras los andamios, y se dio cuenta de que estaban completamente cubiertos de pinturas, un abigarrado conjunto de escenas bíblicas y alegóricas que le recordó mucho a los cómics que devoraba en su juventud. «Se pintaron a finales de los 50», le explicó el párroco como disculpándose. «El artista fue un colega mío, un sacerdote de Ayora, aunque me temo que el pobre trabajó con más entusiasmo que talento. Pero ya nos hemos acostumbrado a estas pinturas y la gente les ha tomado cariño.»

Verdaderamente, la calidad pictórica de las escenas representadas dejaba mucho que desear. Los colores predominantes eran el azul celeste, el rosa y los tonos pastel, la perspectiva sencillamente no existía, y apenas era posible localizar una sola figura que poseyera las proporciones correctas. Sin embargo, al menos por lo que dejaban ver los andamios, se apreciaba cierto tremendismo morboso en las escenas que Mikel Rodríguez encontró muy de su gusto. Había una representación de un infierno muy parecido a las Fallas de Valencia, con un montón de cuerpos despanzurrados que recordaban a las escenas del holocausto nazi. Y también un mural que representaba el Apocalipsis, con los cuatro jinetes haciendo de las suyas, un mar embravecido y, al fondo, la fantasmal silueta de un hongo nuclear.

Y fue entonces cuando Mikel Rodríguez sintió que sus músculos quedaban paralizados y que un grito de horror le atenazaba la garganta. Porque su entrenado ojo de investigador de lo oculto acababa de revelarle lo que nadie había sido capaz de ver hasta el momento. Aquella escena que cubría el muro era mucho más que una pintura mediocre. Se trataba de una visión, una revelación que equiparaba al difunto cura de Ayora con el mismísimo apóstol San Juan, autor del libro del Apocalipsis. Sólo había que tener cierta experiencia para interpretar los símbolos y señales que abundaban en la imagen, pero la historia que contaban no dejaba lugar a dudas: el Día de la Bestia estaba próximo; el nacimiento del Anticristo iba a tener lugar muy pronto, allí mismo, en aquella pequeña ciudad manchega, y su madre iba a ser una mujer local. «Qué astuto es el Maligno», se dijo el periodista. «Siempre aparece donde uno menos se lo espera.» Porque la madre del Anticristo no iba a ser una mujer joven, y mucho menos una virgen, sino una señora de la Obra, madre de familia numerosa y militante antiabortista. La Bestia aullante iba a ser el más joven de sus vástagos, y su nombre sería Federico. Todo estaba anunciado sobre los muros de la catedral, y Mikel Rodríguez pudo paladear la gloria que su descubrimiento iba a reportarle. Lástima que apenas le quedara tiempo para disfrutarla, porque las puertas del infierno iban a abrirse de par en par y todo estaba a punto de irse al carajo. «Ejem, padre», dijo el periodista en pleno arrebato de pánico. «¿No tendría usted un ratito para oír a un pecador en confesión?»

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/4/2009


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