La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 24 de abril de 2009

Taller

Ando estos días ocupado con un taller literario que imparto para un grupo de adolescentes. No estoy seguro de que se pueda enseñar a otros a escribir (aunque a algunos autores muy reputados no les vendrían mal unas clases de gramática y redacción). En mi descargo diré que el taller no fue idea mía, sino de mi amiga Aurora Miñambres. Ella trabaja también en la enseñanza, y es uno de esos raros casos de profesores que conservan intacto el entusiasmo del primer día que entraron en un aula. No contenta con impartir sus clases de filosofía, a Aurora todavía le quedan ganas de dirigir un club de lectura con un grupo de sus alumnos del instituto Amparo Sanz. Me los había encontrado alguna vez en las librerías de Albacete, pues su profesora, como buena lectora que es, se ha encargado de inculcarles el amor por las librerías y el placer de hojear un libro en busca de ese algo especial que nos arrastra de una página a otra. Estos chicos, lectores voraces y por tanto escritores en potencia, son los alumnos del taller.

Siempre he dicho que uno de los principales problemas de dedicarse a escribir es el poco tiempo que esta actividad deja para leer. Ahora añadiré que el contacto continuado con el mundo editorial termina por empañar nuestra mirada como lectores. Nadie tan escéptico como un escritor a la hora de enjuiciar el fenómeno literario, tal vez porque todo escritor tiene que sufrir los mecanismos que rigen hoy en día el mercado del libro y sabe, por tanto, que éstos tienen más que ver con los gustos del mercado que con el mérito y la calidad. Conozco a un agente que ha decidido representar solamente a autores de novela histórica, pues según él es casi imposible interesar a las editoriales en otro tipo de producto (así lo llama él, «producto»). Podríamos agregar al lote de lo que hoy triunfa los libros de autoayuda, los de intrigas vaticanas y aquellos que llevan la firma de algún famosete mediático. Y pare usted de contar. Con honrosas excepciones, los libreros son reacios a aceptar libros que tal vez no tengan una salida fácil. Los distribuidores imponen márgenes abusivos y banalizan el mercado inundándolo de bazofia. En cuanto a las editoriales, hace tiempo que pasó a la historia aquella figura del editor al estilo Mario Muchnick, personas de vastísima cultura, enamorados de su oficio, auténticos buscadores de oro. El editor actual se parece más bien a un ejecutivo, y sabe mucho más de marketing que de metáforas.

Con semejantes premisas, resulta complicado enfrentarse a un grupo de jóvenes para hablar de libros, cuando uno empieza a tener la sensación de que apenas merece la pena leerlos, y mucho menos escribirlos. Pero han resultado ser un grupo de chicos y chicas muy especiales. Tanto que me están enseñando algo quizás más valioso de lo que yo les estoy enseñando a ellos. En concreto, me están recordando que debemos contemplar el libro con una mirada limpia y libre de cinismo, con la misma mirada que yo tuve hace muchos años, cuando leí por primera vez a Borges o a Lovecraft o a H. G. Wells y comprendí que, para bien o para mal, había entrado en un laberinto del que ya nunca podría salir.

¿Pero qué hay en los libros?

Impartimos el taller literario en el semisótano del instituto Bachiller Sabuco, ya saben, el hermoso edificio de la Avenida de España. A pocos metros del aula que nos han prestado para este fin está la «habitación cerrada» del instituto. Todo esto se lo conté el día que empezamos el taller. Se trata de un espacio de unos setenta metros cuadrados. Para que se orienten, queda debajo de la gran escalera central de mármol blanco. «¿Y qué tiene de especial esa habitación?», me preguntaron los chicos. Pues bien, lo que la hace singular es que no hay modo de entrar en ella. Sabemos que está ahí porque figura en los planos, y porque es posible medir los tabiques de las aulas adyacentes y ver que nos han escamoteado parte del instituto. Sin embargo, no tiene puertas ni ventanas ni trampillas. No se puede acceder a ella por ningún sitio. «¿Como la cámara de los horrores de Harry Potter?». Así es, más o menos, salvando las distancias entre Hogwarts y nuestro viejo y querido instituto. «¿Y nunca habéis probado a entrar? ¿Y si esconde algún secreto? ¿Y si está llena de explosivos o de cadáveres?» «O de fantasmas», apostillo, y acto seguido, con un golpe de inspiración: «La verdad es que da miedo quedarse por las noches en este instituto. Se siente uno como vigilado. En las aulas que hay junto a la habitación cerrada ocurren cosas muy raras. Unas formas fosforescentes se mueven en las pantallas de los ordenadores apagados. A veces hay cambios bruscos de temperatura, olores extraños…»

Observo las expresiones fascinadas de los jóvenes del taller. Mi hijo está en la primera fila. Tiene 14 años, pero en su cara veo el mismo asombro de cuando era un niño pequeño y le leía cuentos antes de dormir, o los inventaba para él. Esto es lo que hay en los libros. Como dijo Lope de Vega, «quien lo probó lo sabe». Lope hablaba del amor, pero viene a ser lo mismo.

A vosotros, los chicos y chicas del taller de los miércoles, y a las profesoras que os acompañan, está dedicado este artículo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/4/2009 

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