La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 16 de enero de 2009

Sueños y pesadillas

El sabio chino Chuang Tzu soñó que era una mariposa, y al despertar no supo decir si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba con ser un hombre. Descartes observó que no existen indicios ciertos para diferenciar el sueño de la vigilia. Según el escritor inglés John William Dunne, el sueño nos brinda cada noche una modesta ración de eternidad. Los sueños han fascinado a poetas y filósofos, pero también a los científicos. La moderna neurociencia ha observado que, en el transcurso del descanso nocturno, experimentamos varias veces lo que se denomina fases REM (del inglés «Rapid Eye Movement»). Durante estos períodos, de duración variable, los ojos se mueven con rapidez bajo los párpados y nuestros ritmos cardíaco y respiratorio se vuelven irregulares, como si no estuviéramos en reposo, sino en pleno movimiento. Parece que es entonces cuando nuestro cerebro se dedica a producir ese deslumbrante cine interior que conocemos como sueños. La tecnología permite monitorizar la actividad cerebral que tiene lugar en el transcurso del sueño, un período de aparente reposo durante el cual nuestro cerebro zumba como una línea de alta tensión. Con todo, el objeto principal de estudio, que no es otro que el contenido del sueño en sí, permanece lejos del alcance de la ciencia, y es tan sólo abordable a través de los relatos, a menudo vagos e inconexos, que el durmiente realiza al despertar.

La realidad es que apenas sabemos lo que ocurre mientras soñamos, ni poseemos una idea cabal de para qué sirven esas disparatadas ficciones que, noche tras noche, nos transportan a un mundo ajeno a las estrictas normas de la realidad diurna, como si cada persona ocultara en su interior a un pintor surrealista, un visionario o un loco. Su irreductibilidad ha hecho de los sueños terreno propicio para charlatanes de todo género, desde quienes se proclaman capaces de usarlos para predecir el futuro hasta los que ven en ellos el modo en que el subconsciente (nuestro «loco interior») airea toda suerte de neurosis, complejos y deseos no realizados. A despecho de los seguidores de Freud, parece que esto último resulta tan indemostrable como cualquiera de las bobadas que predica ese trascendentalismo tontorrón conocido como New Age. En una conferencia titulada La pesadilla, Borges afirmó que nuestro conocimiento de la naturaleza de los sueños es tan precario que ni siquiera podemos descartar el hecho de que, mientras soñamos, estemos en el cielo o en el infierno.

Las fronteras del sueño son difusas. De hecho, parece que existen territorios crepusculares, lugares entre el sueño y la vigilia donde las leyes de ambos reinos pueden coexistir. Hablan los especialistas de un estado conocido como «parálisis del sueño» durante el cual nos encontramos conscientes, aunque incapaces de mover un solo músculo. No se trata de un trastorno en sentido estricto, ya que todos hemos sufrido o podemos sufrir episodios de este género. Mientras dormimos se activa un mecanismo de seguridad que desconecta nuestra capacidad motora, pues de otro modo correríamos el riesgo de representar de forma física lo que hacemos en sueños (¿qué pasaría si alguien sueña que vuela y a la vez trata de remontar el vuelo desde la ventana de un cuarto piso?). Pero puede ocurrir que un despertar súbito provoque un desfase entre la restauración de la conciencia y la capacidad de usar nuestro cuerpo. Durante un período más o menos largo, nos hallamos despiertos y conscientes, pero inmovilizados. No recuerdo haber vivido episodios de este género, pero cierto amigo me confió que él los sufre con frecuencia, y que mientras duran experimenta la angustiosa sensación de estar atrapado dentro de su cuerpo. Lo más interesante es que durante una parálisis del sueño pueden presentarse alucinaciones. Hay quien imagina presencias extrañas en su dormitorio, incluso quien ve seres fantásticos o aterradores junto a la cabecera de su cama, ya sean fantasmas, esqueletos o dinosaurios, como cuenta Augusto Monterroso en su famoso microrrelato. Esto suele acompañarse de una sensación de ahogo que explicaría la vieja superstición de los íncubos y los súcubos, demonios que visitaban de noche a los durmientes y trepaban sobre sus cuerpos sofocándolos con su peso, incluso teniendo trato carnal con ellos. Hasta aquí podemos rastrear la etimología de la palabra «pesadilla», un demonio cuyo peso nos oprime por las noches. En lengua inglesa, esta criatura incluso posee nombre propio. Se llama «Nightmare», «la yegua de la noche».

Resulta fascinante constatar la existencia de estos reinos intermedios entre lo real y lo onírico, aunque parece que todo es explicable en términos neurológicos. De modo que no se asusten si un día ven aparecer a Federico Jiménez Losantos a los pies de su cama. Por mi parte, trataré de acostumbrarme a seguir soñando de forma recurrente con don Francisco Pérez, mi profesor de matemáticas de 3º de BUP.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/1/2009

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