La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 26 de diciembre de 2008

Cumpleaños y libros

El miércoles fue mi cumpleaños. No sé si esto de haber nacido en Nochebuena imprime carácter. Lo que puedo asegurar es que el hecho de haber venido al mundo un 24 de diciembre no me ha convertido en alguien especialmente devoto de las Navidades. En la infancia puede que sí. Pero con los años uno comienza a mirar estas fiestas como una época especialmente funesta (¿de dónde piensan que viene el «fun, fun, fun» del villancico?). Me aterran las multitudes que invaden las calles, el tráfico y las compras a destajo. Las manadas de adolescentes beodos que asolan la ciudad de madrugada, y los niños que toman el relevo de día armados con esprays de nieve (comprados en los chinos y a buen seguro tóxicos). Me aterran las ingestas masivas de comidas grasas y las dosis también masivas de almax y omeprazol. Y esas resacas asesinas contra las que no hay analgésico que valga. Odio con toda mi alma los anuncios de colonias y perfumes, que este año son especialmente detestables. Los niños del colegio de San Ildefonso me dan grima, y a las burbujas de Freixenet las metería a todas en un convento. Me espanta la idea de la diversión institucionalizada, de tener que ser felices porque sí, porque lo ordenan Ramón García, El Corte Inglés y S. M. el Rey en su tradicional discurso navideño. En cuanto a la leyenda de que ésta es la época del calor familiar y los buenos deseos, puedo señalar que algunas de las trifulcas familiares más memorables que recuerdo han ocurrido precisamente durante la cena de Nochebuena o de Año Nuevo. Las Navidades me producen tanta fatiga que empiezo a notar sus efectos a mitad de noviembre. Si pudiera, dedicaría las fiestas a realizar una breve hibernación, desde el 23 de diciembre al 7 de enero. Saldría de la cama cuando las bombillitas de colores ya estuvieran fundidas y el mundo hubiera recuperado la cordura. Ya ven, uno comparte fecha de nacimiento con el niño Jesús y acaba convertido en el señor Scrooge del cuento de Dickens, sólo que irredento y en versión albaceteña.

Para más inri, este azar de haber nacido en Nochebuena me convierte en víctima permanente de una broma a la que nadie parece capaz de resistirse: «Vaya, pues menuda Nochebuena le diste a tu madre». He perdido la cuenta de los graciosos que me han espetado el chistecito creyéndose muy ocurrentes. ¿Qué culpa tengo yo de haber nacido en una fecha tan absurda, y encima de haber pesado cuatro kilos? Más bien creo que fue culpa de mi madre por no haber tenido un niño prematuro, lo que a ella le habría ahorrado varias horas de parto, y a mí el fastidio de haber nacido en fecha tan señalada. El alumbramiento de aquel bebé con cierto aire cardenalicio tuvo lugar en 1963, en un Albacete que imagino muy distinto del de ahora. Más frío, más mortecino, menos pagado de sí mismo. Una ciudad anclada en la provincia más profunda, perdida en medio de un océano de soledad, incapaz de soñar con Eurocopter, con el campo de golf y con las grandes superficies comerciales. O con que un día vendría Pérez Castell para rescatarla del olvido. Una población sin pretensiones, con una vocación mucho más agropecuaria que industrial y urbana. Y sin embargo, confieso que a veces añoro aquel entrañable poblachón en blanco y negro, borrado ahora por el vendaval del tiempo, el mismo vendaval que ha convertido a aquel infante rollizo nacido en Nochebuena en el señor de mediana edad que hoy, melancólico, teclea estas líneas.

 * * *

En otro orden de cosas, propongo combatir el marasmo navideño dedicando estas fiestas al noble ejercicio de la lectura. Por ello me atrevo a terminar con algunas recomendaciones literarias, que podrían resultar también de cierta utilidad a la hora de elegir un regalo. Entre los libros que más he disfrutado este año, mencionaré sin dudarlo la extensa novela Los hombres que no amaban a las mujeres del sueco Stieg Larsson (en Destino), un intenso y entretenidísimo thriller detectivesco que constituye la primera parte de la trilogía Millennium. Precisamente por estas fechas aparece la segunda entrega, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, también muy prometedora. Sigo hipnotizado con las historias de Haruki Murakami. La que voy a recomendar aquí es uno de los títulos que Tusquets ha publicado ya en bolsillo: Al sur de la frontera, al oeste del sol. De mi admirado Ian McEwan quiero mencionar la novela Chesil Beach, una historia llena de sensibilidad sobre dos jóvenes que llegan al matrimonio sin apenas conocerse (Anagrama). Para los que encaran el nuevo año con optimismo, recomiendo Cómo follar con todas, de Tony Clink (Debolsillo), porque la autoayuda bien entendida empieza por uno mismo. Por último, un título de lectura imprescindible para todo aquel que desee escribir reseñas literarias como ésta: Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, en la colección de ensayo de Anagrama. Y nada más. Que las Navidades los traten bien. Y que sobrevivan a las fiestas con la mayor dignidad y los menos quebrantos posibles. Ya vendrá enero y podrán reponerse.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Cachivaches

Una forma de constatar el paso del tiempo es hacer inventario de los objetos que hemos ido acumulando en el transcurso de los años. La vida no es sino un acto prolongado de coleccionismo. Hay quien posee el don de saber desprenderse de lo superfluo y se limita a pequeñas y exquisitas colecciones. Admiro profundamente a esas personas: ni un objeto de más, nada que no responda a un propósito práctico o estético, cada cosa en su lugar. Otros, en cambio, amontonan trastos sin criterio, llenando cada rincón de objetos inútiles que atraen el polvo con mucha más facilidad que las miradas. Cierto amigo mío jamás tira una revista o suplemento de prensa, con lo que su casa se parece muchísimo a una vieja hemeroteca. Me temo que también yo pertenezco a esta segunda categoría de los que hacen acopio sin ton ni son. Las cosas, especialmente las cosas inútiles, se me quedan adheridas como las pelusas se pegan a las escobas. A modo de ilustración, diré que me resulta imposible dirigir la mirada a un solo punto de mi pequeño despacho sin toparme con algún trasto perfectamente inútil y probablemente feo, algo que de ninguna manera debería estar ahí. Vamos a prescindir de los libros, que forman parte de mí como mis manos y mis ojos. Centrémonos en las cosas cuyo propósito —si es que lo tienen— no es el de ser leídas. Hagamos inventario. A mi derecha una especie de canto rodado de aproximadamente un kilo de peso. Sobre él hay pintada una mariquita y, en torpe caligrafía infantil, la leyenda «felicidades papá». Mi hijo debía de tener cinco o seis años cuando confeccionó este pisapapeles para mí. ¿Cómo desprenderse de él? Junto al pisapapeles hay un reloj de mesa que me regalaron en el banco. Tuve que quitarle la pila, porque el segundero se movía con tal estrépito que me impedía totalmente la concentración. Sin embargo, que yo recuerde, es la única cosa que el banco me ha regalado. No podría tirar algo tan singular. Sobre mi escritorio hay un cenicero grande repleto de objetos de pequeño tamaño. Entre ellos, cinco o seis clavijas de aparatos electrónicos cuya utilidad desconozco o he olvidado. Con todo, algún día podría necesitar una de esas clavijas de forma desesperada, y entonces maldeciría mi estupidez en caso de haberla tirado. Hay también una especie de pez de goma de color rojo. No sé cómo llegó aquí. Pero ¿y si resulta que este pequeño juguete estuvo asociado a algún momento especial de mi vida? El hecho de que ahora no me acuerde no quiere decir que el recuerdo no vaya a surgir algún día. El pez se queda donde está. En un anaquel que hay a mi izquierda, haciendo guardia ante los lomos de los libros, contemplo un pequeño retén de soldaditos de plomo de diferentes épocas, vestigios de los primeros números de cierta colección de fascículos. Junto a ellos, una estampita de Santa Tecla, patrona de la informática. En lo alto de la estantería, dos máquinas de escribir que jamás volveré a utilizar y una caricatura enmarcada de Borges que recorté de un periódico. Y también un casco de hoplita griego, confeccionado en latón, que compré en un rastrillo. Curiosa pertenencia para alguien que ni siquiera ha hecho la mili. Al frente, una foto mía con unos siete años de edad. A ver, pequeñajo, ¿también tú acumulabas tanta basura? El niño carirredondo que fui asiente. Parece que acumular trastos es mi destino desde la infancia. Pero ¿dónde y cómo adquirí esta manía?

Seguramente mañana vaya a visitar a mis padres. Viven muy cerca de mi casa, en un piso que viene a ser el doble de grande que el mío. Siempre que voy, me asombra el modo en que mi madre ha logrado sepultar su casa bajo varias capas de trastos inútiles. Ella los llama «adornos». Muchos existían ya en mi infancia y han formado parte del paisaje de las sucesivas casas que hemos habitado. Otros se incorporaron cuando yo ya me había ido, quizás para rellenar el gran vacío que dejé atrás. En casa de mis padres apenas queda ya una superficie no agobiada por objetos. Los hay a centenares: figuritas de porcelana y adornos de cristal, platos decorativos y jarrones. Y ceniceros, docenas de ceniceros, aunque allí nadie fuma. Ahora que se aproximan las Navidades, probablemente haya no menos de seis nacimientos distribuidos por las distintas habitaciones. Apenas es posible adivinar el color de las paredes bajo las docenas de cuadros y retratos que cuelgan de ellas. Mi madre tiene tantas fotos enmarcadas de sus nietos que sería factible seguir el crecimiento de los niños con una precisión de menos de una semana. La casa de mi madre se ha convertido en un laberinto de cosas inútiles, una exposición de lo superfluo. Me gusta tirarle un poco de la lengua y le digo: «¿Cómo puedes vivir entre tanto cachivache? A ver si vas a tener el síndrome de Diógenes». Ella, acostumbrada a mi peculiar sentido del humor, contraataca: «Los enfermos de Diógenes acumulan basura, lo que yo colecciono son recuerdos». Comprendo que mi madre tiene razón, y que mi propio horror vacui  no es sino herencia y extensión de su celo coleccionista. Dice Gabriel García Márquez que algunas estirpes están condenadas a cien años de soledad. La nuestra está condenada a no limpiar jamás el cuarto trastero de la memoria. 

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 19/12/2008

viernes, 12 de diciembre de 2008

Canciones



Hace unos días supimos de la muerte del cantautor catalán Joan Baptista Humet, muy popular a finales de los setenta, y fue como si de repente se abriera ventana a nuestro pasado. Por paradójico que pueda parecer, internet y las nuevas tecnologías nos permiten darle a esa ventana un sentido mucho más que metafórico. Si uno quiere reencontrarse con el niño que fue, nada como darse una vuelta por Youtube y organizarse una sesión de aquellas series televisivas de la infancia (El fugitivo, Viaje al fondo del mar, Pippi Calzaslargas, etcétera). Con permiso de la SGAE, también los programas de intercambio de ficheros son útiles para emprender regresiones temporales. En un arrebato de nostalgia sufrido recientemente, me dio por confeccionarme una recopilación de canciones de mi infancia y mi primera adolescencia. Dos composiciones del mencionado Humet (q.e.p.d.) figuraban entre las escogidas. En cuanto a los intérpretes extranjeros, en este hit parade particular ocupaban un puesto de honor los italianos, sobre todo los que cantaban aquellas canciones guarrindongas que a los españolitos de la transición nos ponían como motos. Me refiero a Sandro Giacobbe, a quien muchos le debemos más de un filete por obra y gracia de El jardín prohibido. Y con él, naturalmente, a Gianni Bella, Umberto Tozzi y Claudio Baglioni. Aunque no perdamos de vista a algunos intérpretes autóctonos que también se las ingeniaban para subirnos la temperatura algún que otro grado. «Acuéstate, disfruta tu libertad», cantaban Ana y Johnny para nuestro pasmo y regocijo. «Yo bajé la cremallera de tu vestido», decía Pablo Abraira, y todos nos imaginábamos en un trance parecido. Esto último estaba en Gavilán o paloma. Por cierto, que al repasar otra de aquellas calentorras composiciones de Pablo Abraira me llevé una sorpresa mayúscula. Me refiero a O tú o nada. Me he pasado unos 30 años convencido de que la letra de la canción decía «amada mía, tú serás, mi gran amor, mi niña mimada», y al volver a escucharla me encontré con que lo que dice en realidad es «amada mía, ADÚLTERA». Quién lo iba a sospechar de un cantante de los años setenta. Entusiasmado con mi descubrimiento, se lo conté a un amigo al día siguiente. Pues bien, mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que mi amigo no sólo había entendido siempre lo mismo que yo, sino que se negaba a que lo sacaran de su error. Hasta puede que, en nuestra ingenuidad, toda una generación de españoles hayamos borrado el espinoso tema del adulterio de la canción de Abraira. Tal vez sean cosas de nuestra educación tradicional y católica. O quizás una mala pasada del inconsciente colectivo. Una cuestión fascinante, en cualquier caso.
Investigando un poco en el asunto, he descubierto que no es tan raro esto de malinterpretar las letras de las canciones y suplir con la imaginación la parte que falta. Ni siquiera es algo exclusivo de nuestro idioma. En el orbe musical anglosajón es de lo más normal. De hecho, existen recopilaciones enciclopédicas de esta tontería. La más célebre de todas está en internet, por supuesto, en la dirección www.kissthisguy.com, y en ella podemos encontrar ejemplos tan divertidos como el de la famosa canción de los Beatles Strawberry Fields Forever. Hay una parte de la letra que reza «living is easy with eyes closed» («es fácil vivir con los ojos cerrados»). Pues bien, muchos fans de mente calenturienta se pasaron años convencidos de que lo que John Lennon cantaba era «living is easy without clothes» («es fácil vivir en pelotas»). En un tema del grupo Creedence Clearwater Revival se canta «there’s a bad moon on the rise» («la malvada luna asciende»), aunque lo que parecen decir es «there’s a bathroom on the right» («el váter está a la derecha»).
Estos fragmentos interpretados creativamente han recibido el nombre de mondegreens. Su variedad más exótica es el mondegreen transnacional, y me refiero a esas canciones en una lengua extranjera en las que creemos identificar frases absurdas en nuestro propio idioma. En su programa de radio, el presentador Pablo Motos hizo una magnífica recopilación de estos mensajes misteriosos en perfecto castellano, que el llamó «tenientes». La sección llevaba por título El momento teniente, y gracias a ella supimos que en la canción Money for Nothing, Mark Knopfler decía claramente «Baby, quiero queso roñoso». Y también que en una tema de la Electric Light Orchestra, Jeff Lynne se quejaba del siguiente modo: «¡En tu huerto no hay tomates!».
Todo esto resultaría cómico si no fuera una prueba más del escaso entusiasmo que despierta en este país el estudio de las lenguas extranjeras, lo que no quiere decir que no nos haya entusiasmado siempre la música anglosajona. En mi generación nos las arreglábamos estupendamente para corear las canciones sin entender ni papa de lo que decían. Aquella que cantaban John Travolta y Olivia Newton-John en Grease era una de nuestras favoritas. «Arcanchú dermortifraien, andabrú sensorráun», berreábamos muertos de risa. Ni siquiera nos hacía falta encontrar «tenientes» para pasarlo en grande. Y claro, entre esto y Pablo Abraira, así hemos acabado.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 12/12/2008

viernes, 5 de diciembre de 2008

Dolor de muelas

Desde hace unas semanas me duelen las muelas. Nada como un buen suplicio dental para recordarnos la fragilidad de nuestra carne y, por ende, lo efímero de nuestro tránsito por el mundo. Mucho más efectivo, sin duda, que esas historias de terror que nos contaban los curas en la catequesis, aquella siniestra lotería de morir en pecado o en gracia de Dios, con las irrevocables consecuencias que los lectores recordarán. Pero estaba hablando de mis muelas. No quiero parecer pusilánime, pero me han dolido una barbaridad. Cada comida se convertía en una sesión de tortura, máxime siendo yo tan devoto de los alimentos contundentes y tan poco amigo de purés, verduras y sopitas.

Si lo pienso, llego a la conclusión de que los dientes gozan de un prestigio que no se merecen. Nadie se preocupa de la blancura y lozanía de su fémur o de su clavícula. ¿Qué sentido tiene esa obsesión por lucir unos incisivos inmaculados, unos caninos tan níveos como la porcelana de Sèvres? Recuerdo un hermoso texto de Francisco Umbral incluido en esa joya de libro que se titula Mortal y rosa. Umbral habla de su esqueleto. Dice que el esqueleto es algún antepasado nuestro que todos llevamos dentro. «Se evaporará mi carne y quedará el esqueleto, el antepasado, ése que ya no soy yo.» Inquieta pensar que todos transportamos a ese intransigente habitante, a ese «individuo duro y feo» que antes o después habrá de convertirse en nuestro cadáver. En algunos lugares de mi cuerpo, el incómodo compañero está oculto bajo una mullida capa de carne. En otros, como los codos, el cráneo o las rodillas, lo noto a flor de piel. Su dureza me mortifica. Su rigor es evidente al tacto, y al sentirlo siento también un vago retortijón de angustia. Memento mori. Un día estaré tieso. El único testimonio de mi paso por el mundo será este patético montón de huesos que ahora me sustenta. Y dudo que haya un juez Garzón empeñado en desenterrarlos.

Coincidimos en que el esqueleto es nuestra parte más siniestra. Y, sin embargo, hay una parte de nuestro esqueleto que mostramos al mundo sin el menor pudor. Es más, nos complace exhibirlo, en especial cuando cumple a rajatabla su condición ósea de objeto blanco y petrificado. Me refiero a nuestra dentadura, esos pequeños pedazos de nuestra osamenta que asoman obscenamente al exterior. Qué atractivos nos parecen los dientes cuando nos sonríe una mujer hermosa, una reacción paradójica, por cuanto que lo que delatan no es su belleza, sino el espanto de la calavera que acecha debajo.

No, los dientes no merecen su buena reputación. Y menos aún esas piezas llamadas «muelas del juicio», que son precisamente las que han provocado mi calvario de las últimas semanas. Esos pequeños y duros diablillos agazapados en la parte más recóndita de mi cavidad oral. ¿Qué son sino armas de carnívoro, reliquias que hunden sus raíces en la noche de la cadena evolutiva, recordándonos que hubo un tiempo en que fuimos poco más que mandriles con las fauces tintas de sangre? Por eso me sentí casi agradecido cuando mi dentista me dijo que iba a ser necesario extraerlas. Agradecido pero también aterrorizado, justo es reconocerlo. Yo, que tan poco apego siento por mis dientes, he pasado varias semanas presa del pánico ante la idea de deshacerme de algunas piezas que ni siquiera uso. Cuando faltaban pocas fechas para el Día D, postergué la operación con la excusa de un viaje. Pero la tortura era tan grande que se me acabaron las excusas. Así pues, tranquilizado con la experiencia de algunos amigos (y aterrado con la mala experiencia de otros) expuse mis intimidades bucales a la experta mano de mi dentista. Unos pinchazos, unos leves tirones y, ¡bendito sea Dios!, la maldita muela estaba fuera. «¿La quieres guardar?», me preguntó la buena señora mostrándome una cosita ensangrentada, amarillenta y cuarteada de caries. «No, no. Prefiero donarla a la ciencia». Y me marché agradecido y maravillado por lo fácil que había sido todo. Me sentía aligerado. Menos esquelético. Más persona. Luego recapacité y no pude evitar sentirme también un poco ofendido. Yo pensaba que estaba deseando deshacerme de mi muela. Pero, a tenor de la facilidad con que me había abandonado, era ella la que estaba deseando deshacerse de mí.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 5/12/2008