La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 20 de junio de 2008

De googles, wikipedias y pinganillos


En las aulas donde se celebran los exámenes de selectividad conectaron el inhibidor de frecuencia, y a los estudiantes tramposos se les apagaron los plomos, es decir, los pinganillos. A esos Bill Gates del copieteo debió de resultarles aterrador el momento en que se encontraron incomunicados, encerrados a solas en el cuarto oscuro de su propia ignorancia. Los profesores sabemos muy bien que los chicos nos copian con ayuda de las nuevas tecnologías. No tengo la menor idea de cuánto vale un inhibidor de frecuencia, pero dudo que el presupuesto de los colegios e institutos dé para tanto. Si acaso, podríamos pedirle al señor Barreda que nos incluya algunos de oferta en ese lote de portátiles que va a regalarnos el curso próximo. Lo único que me da apuro es que tanta onda hertziana yendo y viniendo por las aulas acabe por freírnos el cerebro a profesores y alumnos, y en el próximo informe Pisa nos hayamos salido de las gráficas, pero por la parte de abajo.

Esto del móvil, el pinganillo y el amiguete actuando como apuntador tendría su gracia si no fuera porque posee una lectura trágica. Vivimos instalados en el todo vale y el esfuerzo cero. Igual que nuestros congeladores están llenos de alimentos precocinados, nuestras cabezas rebosan de ideas precocinadas. Y digo «ideas» a falta de una palabra mejor para esas sandeces que nos asaltan desde pantallas y monitores. Nosotros nos embrutecemos con la tele y la «cultura» de consumo, y nuestros hijos hacen lo propio con el messenger y los fotologs. Echarles un vistazo a las conversaciones que los adolescentes se cruzan vía internet es asomarse al abismo. El lenguaje se simplifica y se adelgaza al mismo ritmo que las ideas que transmite. Un sms no será nunca un poema, un epigrama o una greguería. Un episodio de una serie de televisión nunca sustituirá a un buen libro (ni siquiera un capítulo de House, aunque me pese reconocerlo). Pero qué cómodo resulta desconectar la inteligencia y ver desfilar las imágenes. En este contexto digno de una novela de George Orwell, lo de copiar con pinganillo es sólo un paso más. ¿Para qué molestarse en estudiar cuando todo el conocimiento está al alcance de una pulsación de tecla?

Cualquier profesor mínimamente informado sabe quiénes son sus principales enemigos: Google, la Wikipedia y El Rincón del Vago. Ya no es posible inculcarles a los alumnos la importancia de frecuentar bibliotecas, consultar volúmenes, identificar fuentes, redactar listas bibliográficas... Igual que la música que se descargan gratis para sus mp3, los chicos entienden que el conocimiento es de todos, que está ahí, al alcance de la mano, para que cualquiera puede tomarlo gratis. Cuando les pedimos un trabajo escrito, nos resignamos al hecho de que los alumnos lo resolverán con un rápido copia-pega, sin molestarse siquiera en comprobar si las webs que han saqueado ofrecen una mínima garantía o rigor. «Voy a tener suerte», les dice Google con un guiño. Y ellos han acabado por creérselo. «Haz clic y te llevo adonde quieres ir, sin pena y sin esfuerzo». Lo terrible es que esas webs en las que nuestros estudiantes recalan probablemente no sean más que copias de copias de copias, lo que acaba enfrentándonos a una terrible posibilidad: tal vez ya nadie escriba libros ni investigue, tal vez ya no se esté generando conocimiento. Quizás desde que internet se convirtió en nuestra conciencia global (en nuestra mala conciencia global) todo lo que se publica no sea más que una copia de material original generado en la era pre-internet, pre-wikipedia, pre-estupidez. Vivimos en la wiki-cultura, somos google-ciudadanos, y quien esté libre de pecado que tire el primer pinganillo.

Con este panorama, a lo mejor lo de impedirles a los chicos que copien a gusto no es más que una monumental hipocresía. ¿Acaso hoy no copia todo el mundo? Nos hemos acostumbrado de tal modo a esta vida del «voy a tener suerte» que hasta hemos elevado a Google a los altares de la cultura. Hace diez años, dos melenudos recién graduados de Stanford aporreaban sus teclados en un garaje. Hoy se llevan el premio Príncipe de Asturias de Comunicación. Hoy nuestros chicos tratan de copiar en sus exámenes de P.A.A.U. con el pinganillo incrustado en la oreja. Dentro de diez años… ¿quién sabe? A lo mejor siguen siendo igual de burros, pero no se puede descartar que les den el premio Príncipe de Asturias. O que los nombren ministros o ministras, aunque sea de Igualdad.

Pero en mi ingenuidad prefiero pensar que no todos los estudiantes son así. Estoy casi convencido de que sigue habiendo algunos partidarios del esfuerzo, del café y de las noches en vela. Y hasta creo que he identificado al menos a media docena de ellos en las aulas donde doy mis clases. No sé si la sociedad los considerará alguna vez triunfadores. ¿Para qué tanto esfuerzo cuando hay vías mucho más sencillas y rápidas? Sin embargo, creo que la existencia de uno solo de estos chicos dignifica y llena de sentido nuestro trabajo de profesores. Al fin y al cabo, serán ellos quienes lleven la antorcha.

Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 20/6/2008

2 comentarios:

ANTONIO SEGOVIA dijo...

Muy buena reflexión, Eloy. Efectivamente,los trabajos que nuestros alumnos nos presentan son como las sombras de la caverna platónica: un copia deformada. Deberíamos orientar a los estudiantes hacia el mundo de las ideas originales, pero... a nosotros, profesores, también nos cuesta encontrarlo. Aunque ahí seguimos, infatigables indianayons de la docencia (valga el símil no sólo por lo que tiene de aventurero metido en berenjenales imposibles, sino también por las canas que peina el héroe)...

Pablo Gonzalez dijo...

Estoy prácticamente de acuerdo contigo en la mayoría de tu exposición, precisamente porque esos alumnos de los que hablas los he tenido de compañeros de clase durante toda mi vida. Pero creo que, como en todo, siempre existirán puntos de vista diferentes a ambos lados del tablero que inviten al debate.

Si, son pocos los alumnos que tienen fe en el esfuerzo, en el afán de superación, en la creación en lugar del parasitismo.
Sin embargo, como "consumidor" de enseñanza que he sido, también me he dado cuenta al leer tu reflexión que quizás me hubiese sentido menos frustrado en miles de ocasiones a lo largo de mi vida académica, si por la tarima pasasen más a menudo profesores más preparados pedagógicamente y menos ignorantes. Que no fuesen solamente 2 de cada 10 los que tuviesen vocación furiosa por aprender a enseñar y no limitarse simplemente a tratar de transmitir conocimiento,"copiar y pegar".

¿Cuántos son realmente los que saben enseñar? ¿Cuántos reconocen o se dan cuenta de que no tienen esa capacidad? ¿Cuántos siquiera se lo plantean?

Y de los que lo hacen, ¿Cuántos toman la decisión correcta?

Muchos a lo mejor se lo planteen, pero dudo que realmente asuman que no están capacitados y que decidan dedicarse a otros menesteres. Al revés, lo que consiguen al no tomar la opción adecuada, es transmitir su frustración a sus alumnos. Como alumno que has sido, supongo que sabrás a lo que me refiero.

Bueno, con esto no quiero generalizar ni proclamar a los cuatro vientos que la culpa la tienen los educadores o el sistema ni nada por el estilo. Simplemente digo que no es lo mismo conocer que enseñar. Y que hay verdaderos "maestros" de la enseñanza, nunca mejor dicho. He tenido la suerte de haber asistido a clases que aún hoy recordándolas se me pone la "piel de gallina" de la emoción. Pero muchos otros educadores deberían seguir siendo dicípulos, muchos otros que han conseguido en varias ocasiones que pierdese la fe en el esfuerzo y el sacrificio e incluso plantearme el abandonar la carrera cuando más cerca estaba de la meta. Suerte que no lo lograsen... La dignificación de la enseñanza no es tarea de los alumnos.

PD: Siento comentar un post antiguo, pero acabo de encontrármelo ahora... curiosidades del google. Saludos