La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 2 de mayo de 2008

El dichoso artículo sobre el Día del Libro



Este año me había propuesto ser original y ahorrarles el dichoso artículo sobre el Día del Libro. Había pensado que sería más oportuno aprovechar la fecha para denunciar la pobreza cultural que se vive últimamente en la ciudad; el escasísimo apoyo institucional que se brinda a los escritores de Albacete; la indiferencia de los responsables políticos ahora que ya no tienen la obligación de citar el Quijote y que el bueno de Cervantes ha dejado de revolverse en su tumba; la bochornosa paralización que sufre el servicio de publicaciones de la Diputación, que tanto impulso diera a las nuevas firmas en otros tiempos; la desidia, el marasmo, la falta de ideas. Había pensado denunciar todas estas cosas, pero he optado por no hacerlo. Al fin y al cabo, lo que pasa no deja de ser normal, mientras que lo excepcional era lo de antes, cuando alguien de los que mandaban alumbró la feliz idea de que apoyar la carrera de los escritores noveles podía ser una forma de generar un capital cultural en nuestra tierra.

Me cuenta mi amigo Francisco Rodríguez Criado, escritor cacereño, que la Junta de Extremadura está mimando a los autores autóctonos, especialmente a los que empiezan. Allí se promueven publicaciones, premios, charlas, lecturas poéticas, talleres, encuentros con lectores y todo aquello que sirva para que los escritores jóvenes sean conocidos por el público, con el consiguiente impulso para sus carreras y su labor creativa. Yo he rebasado de largo la condición de «joven escritor», pero no puedo evitar sentir algo de envidia por una gestión cultural que pone la creación literaria en el mismo nivel, al menos, que las carreras populares o las gazpachadas. Ahora bien, insisto, éste no va a ser un artículo de denuncia. Además, ¿a quién puede sorprenderle todo esto cuando es notorio que la cultura en nuestra tierra se ha convertido en un área de políticos «en barbecho», el modo de dejar aparcado a alguien mientras se le jubila o se le busca algo mejor?

En suma, que voy a olvidarme de la denuncia. Y si lo pienso bien hasta puede que esta situación lamentable tenga su lado positivo, toda vez que al escritor (y al artista en general) le prueba estupendamente la mala vida. Se escribe mucho mejor desde la rabia y la derrota que desde la complacencia y le triunfo, y jamás habríamos tenido a Cervantes, a Poe o a Bukowski si ellos hubieran sido criaturas mimadas por la vida, en lugar de pobres diablos que no tenían donde caerse muertos. La literatura es una cruel amante. No hay que aspirar a vivir de ella, sino estar dispuesto a morir por ella. Ésta es un gran verdad. Y es muy posible que los responsables culturales de estas tierras, personas cultas y bien aconsejadas, hayan decidido fomentar la creación literaria por el sutil procedimiento de relegar a nuestros escritores al desprecio y al olvido. Por todas esas cosas he decidido no escribir un artículo de denuncia. En su lugar, voy a resignarme a escribir el consabido artículo sobre el Día del Libro.

El Día del Libro es el próximo miércoles y este año voy a darme el gusto de celebrarlo con una nueva novela en las librerías. Su título es Los fantasmas de Edimburgo, y no tiene nada que ver con lo paranormal. O tal vez sí, porque constituye un acontecimiento extraordinario, algo realmente prodigioso, que un ignoto escritor de provincias consiga publicar un libro en una editorial nacional. No voy a afirmar que mi libro sea bueno, porque uno sólo puede ser un crítico convincente de la obra ajena. Tampoco diré que sea barato, porque faltaría a la verdad. Es vox populi que los libros son caros. Basta con pensar que, por lo que cuesta un título de novedad, se pueden pagar dos entradas de cine, tres gin-tonics o el menú del día en un restaurante medio decente. Lo único que puedo afirmar de forma objetiva es que se trata de una novela tirando a voluminosa. También formularé la afirmación rotunda y sincera de que no se trata de un libro escrito desde la complacencia.

Cierta vez escribí que nadie que no haya pasado por el mismo trance puede comprender la enorme soledad del novelista. Una novela en proceso de escritura es un páramo hostil y solitario por el que el escritor vagabundea durante meses o años. Y cuando por fin consigue salir de allí, terminar el libro, la depresión post-parto puede ser tan intensa que haga peligrar la salud mental del autor, quien de pronto se encuentra convertido en un exiliado del mundo literario que tan trabajosamente ha logrado crear. Después viene el calvario de encontrar editor, un proceso tan largo, tortuoso y sembrado de frustración que renuncio a detallarlo, al menos hasta haber concluido las sesiones de terapia. Pero basta ya de lloriquear como una niñita, porque lo que importa de verdad es que este Día del Libro es para mí el Día de Mi Libro («yo he venido aquí a hablar de mi libro», ¿se acuerdan?), un novela de 480 páginas titulada Los fantasmas de Edimburgo, de la que me siento muy orgulloso, y en la que espero haber sabido crear un espacio confortable y ameno para cuanto lector que tenga la gentileza de visitarlo. Naturalmente, están todos invitados. Y puesto que este artículo ha degenerado en una burda estratagema promocional, quiero que en sus últimas líneas conste mi deseo de no recibir remuneración por él, aunque espero que este diario tampoco me haga pagarlo como un anuncio por palabras. Ea, que tengan ustedes un feliz Día del Libro.

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