La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 6 de febrero de 2008

Las vidas ajenas


Hace unos años (lo conté en su momento) tuve que renovarme el DNI y me dieron un carné con la foto de otro fulano. Cuando señalé el error el funcionario no salía de su asombro. Nos miraba alternativamente a mi y al carné, como si la anomalía fuera yo y no el documento erróneo. Al final, en un alarde de puro surrealismo, me preguntó si yo conocía al tío de la foto. En ese momento se me encendió la luz de alarma, pues llegué a pensar que lo que el funcionario pretendía era que el de la foto y yo intercambiáramos nuestras vidas junto con nuestros carnés. Por suerte las cosas no llegaron tan lejos.

Al cabo de un par de años volvió a ocurrirme algo muy extraño, esta vez con Hacienda. Un día recibí en mi casa un requerimiento en el que se me reprochaba el no haber presentado cierta declaración de IVA. Es fácil imaginar mi estupor, dado que soy trabajador por cuenta ajena y cobro por nómina. Pero eso no fue nada cuando en Hacienda me revelaron que el IVA que tenía que declarar era el de cierto conocido restaurante de nuestra ciudad, establecimiento con el que no me vinculaba más relación que el hecho de haber comido allí un par de veces. Protesté airadamente, pero me miraron como si yo hubiera perdido el juicio. «El estrés del empresario de hostelería», debieron de pensar. Lo que siguió fue un aturdido peregrinar por instancias oficiales y despachos, un auténtico periplo kafkiano en el que llegué a cuestionarme si yo era yo o si era el dueño de ese restaurante soñando con ser yo. Mi pregunta era muy sencilla: «¿Cómo puedo demostrar yo que no poseo lo que no poseo y que ustedes se lo crean?». Al final una compasiva funcionaria se dignó separar el trasero de su silla, subir al archivo y rescatar de sus polvorientas estanterías el expediente original. Entonces quedó patente el error. Alguien se había equivocado al consignar un NIF en el ordenador. Dos números bailaron y el NIF que figuraba era el mío, con lo que yo acababa de convertirme, de humilde profesor de inglés, en empresario y restaurador. Me prometieron que lo arreglarían, lo que me arrancó tal suspiro de alivio que todos se me quedaron mirando. Unos meses después, recibí una nueva citación por no haber pagado el impuesto de sociedades de la misma empresa. Jamás nadie adquirió un restaurante con más facilidad ni encontró tantas dificultades para desprenderse de él.


Creo que todos estos problemas me han dejado trastornado, un pelín paranoico. Me ha dado por pensar que la Administración ha urdido algún tipo de complot contra mi persona, que alguien en las altas esferas burocráticas se ha empeñado en que yo deje de ser quien soy, como en esos programas de protección de testigos que salen en las películas, pero a la fuerza y sin previo aviso. Ahora me levanto angustiado todas las mañanas. Me da miedo ir al instituto y que no me dejen entrar a dar mis clases, porque he dejado de ser profesor y me he convertido en el señor que vende pipas en punta del parque. Me da miedo ir al banco y descubrir que mi cuenta ya no es mi cuenta y que, en cambio, soy titular de una hipoteca monstruosa por una vivienda en la que nunca he estado. Me da miedo que mi mujer y mi madre le hagan carantoñas a otro tipo más delgado y con más pelo que yo. Me da miedo volver a casa y encontrar a otro comiendo en mi mesa, ayudando a mi hijo con sus deberes, durmiendo en mi cama, etc.


Claro que, por otro lado, la intención podría ser buena. Hace poco leí que en la televisión norteamericana hacen un reality en el que dos familias intercambian al padre y esposo, que suelen ser dos personalidades muy antagónicas (por ejemplo, un motero y un devoto anabaptista). Cada hombre pasa una temporada en casa del otro, conviviendo con su familia y sujetándose a sus reglas. El motero se ve obligado a rezar antes de las comidas y beber zumo de naranja. El anabaptista se hincha a cerveza y escucha a AC/DC. Al principio todo les parece ridículo y desagradable, pero poco a poco van descubriendo las bondades de las vidas ajenas. La moraleja del asunto es que ambos aprenden a valorar lo que antes despreciaban, con lo que se convierten en hombres más dulces y tolerantes.


¿Quién sabe? A lo mejor la Administración ha pensado poner en marcha un programa parecido para perfeccionarnos como personas y ciudadanos, especialmente a los más correosos y recalcitrantes. Tal vez nos hayan tomado a algunos como experiencias piloto, y lo que yo considero errores burocráticos sean en realidad los primeros tanteos para someterme a un cambio drástico de identidad. No descarto, pues, despertarme mañana en casa de alguno de los lectores de este artículo (y él a su vez en la mía) y verme convertido en padre de familia numerosa, devoto creyente y manifestante asiduo contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Dios mío, qué pesadilla.


Aparecido en La Tribuna de Albacete el 1/2/2008


Columna: "La Ley de Murphy"

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