La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

jueves, 28 de febrero de 2008

Los peligros del 'gym'



Cada mes de enero me hago análisis. Quiero decir que acudo a mi médico y me quejo de esto y de aquello. Y él, como profesional escrupuloso que es, me prescribe «una analítica», esa palabra solemne que sólo un título de medicina colgado en la pared da derecho a usar.

Hace poco le oí decir al cocinero Juan Mari Arzak que él nunca se hace análisis sin haber pasado antes por el balneario. Dos o tres semanas de dieta, ejercicio y aguas termales y los análisis le salen como los de un chaval. Con eso se queda el hombre tan feliz para todo el año. Tal vez luego las cosas empeoren, pero eso no figura en ningún sitio, y al chef le basta con el subidón de optimismo que le proporcionan sus análisis «a la carta».

Lo mío, masoquista que es uno, es más bien al contrario. Me voy a hacerme los análisis en plena cuesta de enero, con la mala conciencia de las Navidades encima, sabiendo que he engordado tres o cuatro kilos y que los turrones, las comilonas y las copitas de más van a quedar reflejadas con cifras de fuego en las hojas de mi analítica. El resultado es siempre la reprimenda del galeno, el propósito de reformarme y la promesa de no volver a pecar. Y después, salvo gripes o indisposiciones esporádicas, mi médico no me vuelve a ver el pelo hasta el año siguiente. He aquí el perverso ciclo de mi vida adulta.

Pero este año... ay... este año ha sido peor. Mis análisis de este año eran dignos del cerdito Porky. Y a las altas cifras de colesterol, triglicéridos y ácido úrico se han añadido algunas otras cosas cuya existencia ni siquiera sospechaba. Este año mi médico se ha puesto serio de verdad. En su gesto he visto tristeza y desaliento. Y por un momento temí que fuera a dejarme por imposible. «Anda, chaval, lárgate con viento fresco, haz lo que quieras, suicídate si así te quedas más a gusto». Juro que pensé que me lo diría. Pero él es un profesional como la copa de un pino, y lo que hizo fue darme los mismos consejos que los años anteriores (dieta, ejercicio, moderación). Ahora bien, esta vez lo hizo con expresión de empleado de funeraria. Logró acojonarme de verdad. Hasta el extremo de que, conforme salía de su consulta, corrí a apuntarme a un gimnasio.

Y con esto entramos en la parte tragicómica de este artículo.

Lo primero que hice fue comprarme un chándal nuevo. Tengo varios en casa, pero los uso para empresas tales como ir a comprar el periódico o ponerme cómodo, y casi todos están gastados por la parte de tumbarse en el sofá, además de convenientemente historiados de lamparones. De paso, y aprovechando las rebajas, me compré también unas zapatillas. Equipado con mi flamante ropa deportiva, me armé de valor y me presenté en el «gym».

¿Han tratado alguna vez de imaginar el infierno? Yo lo concibo como un lugar cerrado y sofocante, hormigueante de cuerpos castigados, sudorosos, sometidos a los suplicios más terribles. Exactamente como un gimnasio. Y además está el estruendo y el olor. Y unos tipos cachas unidos a máquinas diabólicas que se contemplan en espejos y elogian mutuamente sus bíceps y sus abdominales.

«¿Qué hago?», le pregunté tímidamente al instructor. «¿Te atreves con el spinning?». «Mmmm... el spinning... el spinning». Dios mío, qué vergüenza. Cualquiera le confiesa a éste, siendo profesor de inglés, que no tengo ni idea de lo que es el «spinning». Por miedo al ridículo (aunque sin gran convicción) que le respondí que sí, que haría eso que me decía. Y me tranquilicé un poco al ver que se trataba de una simple bicicleta estática. Había como treinta de ellas, cada una con su ocupante, y la cosa no parecía demasiado terrible. Pero entonces llegó el monitor y se subió en la suya (que estaba iluminada por debajo como la pista de una discoteca rural). Luego conectó un espantoso chumba-chumba a todo volumen y empezó la sesión de «spinning». Y resultó que aquella maldita bicicleta estaba durísima, que el sillín lo tenía de adorno (había que mantener el culo despegado de él) y que, además de pedalear, se nos pedía que hiciéramos flexiones y todo tipo de movimientos difíciles y agotadores, cosas que a nadie se le ocurriría hacer encima de una bicicleta. Acabé la sesión de «spinning» como pude y descubrí que las piernas no me sostenían. Luego me arrastré hasta mi casa y me fui a acostarme.

Al día siguiente me dolían músculos que ni siquiera sabía que tenía. Mis piernas eran dos troncos rígidos y doloridos. Mi espalda me hacía gemir con cada movimiento. Después tuve síntomas todavía peores. Consulté en internet, ese paraíso del hipocondríaco, y llegué a pensar que había reventado.

Hoy ya me encuentro mejor, muchas gracias. He ido a ver a mi médico para contarle esta misma batallita y me ha pedido (Dios le bendiga) que me lo tome con más calma.

Por una vez, Carlos, voy a hacerte caso.


Aparecido en La Tribuna de Albacete el 22/2/2008

Columna: "La Ley de Murphy"

sábado, 16 de febrero de 2008

La música del azar


Hoy he decidido contar una historia con la esperanza de que los lectores la hallen, cuando menos, curiosa. Trata de un cuento que leí hace muchos años, y de cómo los ecos del pasado a veces reverberan con fuerza en el presente. (El título se lo he birlado a Paul Auster. Y no es la primera vez).

Vamos a exponer los hechos por orden. En 1984 yo estudiaba cuarto de Filología en Valencia. Mi profesor de inglés de aquel año, uno de los mejores profesores que tuve y que tendré, se llamaba Enrique y era especialista en literatura norteamericana. Un día Enrique nos propuso un ejercicio distinto. Consistía en leer un relato, analizarlo y luego tratar de escribir un texto original inspirándonos en él. Para ello repartió fotocopias de un cuento aparecido el año anterior en la conocida revista norteamericana Harper’s Magazine. Su título era Last Respects (algo así como «Homenaje póstumo»). Su autor se llamaba Lamar Herrin.

El relato, hermosísimo, hablaba de la muerte, de la memoria, de saldar las cuentas con el pasado. Un matrimonio del Medio Oeste celebra una segunda luna de miel haciendo el proverbial viaje «de costa a costa», con destino final en California. Mientras conduce por las carreteras de Oklahoma, el marido rompe a llorar. La mujer lo acosa hasta que él confiesa que, al cruzar Oklahoma, se ha acordado de una novia que tuvo en la universidad, una chica de allí. La joven regresó a su casa para una breve visita y poco después él supo que había fallecido. Eso ocurrió más de veinte años atrás. Desde entonces, esa novia muerta había permanecido en un compartimiento estanco de su memoria, un lugar cerrado donde no pudiera causarle dolor. Pero hoy, al atravesar su estado, el recuerdo ha renacido con fuerza devastadora. De pronto se han borrado los años de convivencia con su esposa, sus proyectos comunes, sus hijos. Sólo estaba esa novia muerta. Y las lágrimas han brotado desde un lugar muy profundo donde ese dolor antiguo seguía latente. Él no quiere darle mayor importancia, pero su mujer decide que no se irán de Oklahoma sin encontrar la tumba de esa chica. De ese modo su esposo podrá ponerle flores, rezar una oración, reconciliarse con un pasado que nunca pudo dejar atrás.

La historia de aquella pareja que recorría la América profunda en busca de una tumba supuso una gran conmoción para mí, y no creo exagerar si digo que tuvo mucho que ver con en el nacimiento de mi vocación literaria. Tengo numerosos motivos para recordar a Enrique García Díez, mi profesor, con gratitud y admiración, y el regalo de este cuento no es el menos importante. Poco después de que yo obtuviera mi licenciatura supe que Enrique había fallecido, cuando era ya catedrático del primer departamento de literatura norteamericana creado en una universidad española. Tenía algo más de cuarenta años, la edad que yo tengo ahora.

Recientemente, mientras trataba de poner orden en mis cosas, las fotocopias amarillentas de aquel cuento cayeron de entre un montón de papeles viejos. Fue uno de esos momentos en que el pasado nos visita de repente. Pero, más allá del arrebato de nostalgia, sentí la necesidad de difundir aquella historia en mi país. Recurrí a ese grandísimo fisgón que es Google, donde averigüé que Lamar Herrin, el autor del cuento, era profesor de literatura y escritura creativa en la universidad de Cornell, estado de Nueva York. Y de paso obtuve una dirección de correo electrónico gracias a la cual pude contactar con él.

Lamar Herrin es un novelista de gran prestigio en su país, y espero que pronto también en el nuestro. El profesor Herrin, gran conocedor de nuestro idioma, tuvo la amabilidad de guiarme en la apasionante tarea de traducir su relato, cuya versión española aparecerá muy pronto, junto con el original inglés, en el próximo número de la revista de creación Barcarola, en su sección de «traducciones inéditas». Creo que hasta aquí la historia ya reúne bastantes elementos de interés. Pero cuando esa «música del azar» sonó de verdad fue cuando Lamar me dijo que su mujer, igual que la mía, es valenciana, y que ambos estarían en Valencia entre los meses de febrero y mayo.

Hace unos días estuve en su casa y compartí con él y con Amparo, su esposa, unas horas inolvidables. Recordamos a Enrique García, que había sido amigo de Lamar. Le rendimos un homenaje póstumo al amigo y al profesor. Hablamos de muchas cosas. Por supuesto, hablamos de literatura. Y me asombró saber que ha conocido bien a algunos escritores que para mí son monstruos sagrados, como al mismísimo Raymond Carver (a quien él llama Ray).

Dentro de muy poco Lamar será mi invitado.

Hace más de veinte años leí un relato que nunca olvidé. Hoy puedo llamar amigo a su autor. Cuesta creer que esto haya ocurrido por casualidad. Si ha sido así, el azar ha interpretado para mí una de sus melodías más hermosas.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 15/2/2008

Columna: "La Ley de Murphy"

domingo, 10 de febrero de 2008

Un portátil para el profe


Hace un par de semanas nos honró con su presencia el presidente Barreda. Fue con motivo del Día del Maestro, y sobre la enseñanza versó su discurso en el Palacio de Congresos. Las prédicas de Barreda suelen estar tan vacías de contenido como una redacción escolar. Con todo, siempre hay una frase de efecto que se pronuncia entre pausas dramáticas y que provoca el frenesí de sus acólitos. Esta vez fue la promesa de que, antes de que termine el próximo curso, cada profesor de la región recibirá un flamante ordenador portátil a cargo de la Junta.

En un ranking de medidas demagógicas, de cosas que no solucionan nada pero que ejercen su efecto como propaganda, esto del portátil ocuparía uno de los puestos de honor. Naturalmente, fue esta la frase que al día siguiente que se abrió camino hasta los titulares de todos los periódicos. Era lo previsto, pura estrategia política, como si el resto del discurso fuera un simple envoltorio para el regalo del portátil. ¿Quién sabe? A lo mejor el presidente esperaba que los profes nos pusiéramos a dar saltos, felices como pequeñuelos en la mañana del Día de Reyes. Pero no ha sido así, al menos en mi caso. Aunque el portátil con el que tecleo estas líneas tenga la tapa sujeta con esparadrapo, prometo que mi única reacción fue ese vago cabreo que experimento cada vez que alguien quiere tomarme el pelo.

A lo mejor, lo que el presidente no sabe es que el sueldo de un profesor, sin ser generoso en exceso, nos permite comprarnos un portátil, e incluso un frigorífico o una televisión en color, y que somos muchos los que ya tenemos los deberes hechos en ese campo. ¿Acaso no fue el de los docentes uno de los primeros gremios en sentir la fascinación de las nuevas tecnologías? La informática, y más tarde internet, ha facilitado y enriquecido nuestro trabajo de un modo que no podíamos imaginar. Mientras la administración nos martirizaba con aquellos funestos cursillos sobre la reforma educativa, los profesores nos preocupamos por aprender a manejar una herramienta que sí iba a significar una auténtica reforma, incluso una revolución.

Aunque claro, no todos. Los hubo que se mantuvieron fieles a la tiza. Pero «cada maestrillo tiene su librillo», dicho sea con todo cariño y respeto. Y, a golpe de tiza y folio amarillento, muchos de estos clásicos siguieron siendo magníficos profesores, maestros en la plena acepción del término, aunque lo del Powerpoint les sonara a marca de lavadoras. Me pregunto qué podrían hacer algunos de mis compañeros de más edad con el portátil de Barreda, salvo prestárselo a sus nietos para que jueguen y chateen.

Pero lo que de verdad me irrita es que el señuelo del portátil esté funcionando, y que muchos ciudadanos hayan creído de buena fe que esa gente de Toledo sabe lo que se trae entre manos. Desde hace veinte años, no ha habido un solo gobierno, nacional o autonómico, que no haya puesto su granito de arena en el empeño de cargarse la educación en nuestro país. No necesito acudir al informe Pisa. En calidad de docente sufro a diario la tiranía de esos pequeños bárbaros que se han apoderado impunemente de las aulas (y que me perdonen los buenos alumnos, que los hay, y con lo de «buenos» no me refiero sólo a lo académico). Y ello ante la pasividad de la autoridad educativa, que se limita a sacarse de la manga «observatorios para la convivencia» que de nada sirven, o a maquillar la cruda realidad con estadísticas que tratan de refutar lo que a cualquiera le resulta evidente.

Que no se engañe el señor Barreda. No son ordenadores portátiles lo que los profesores necesitamos. Nuestro trabajo se puede realizar sin wi-fi, sin cañones y sin Powerpoint. Cualquier ayuda de la tecnología es buena, pero con chismes no se ataja la raíz del problema, por útiles que sean. Y sospecho que el Barreda lo sabe. En mi humilde opinión, la promesa del presidente es sólo un modo de desviar la atención de lo esencial, como si a los bomberos les compran GPS para que encuentren la casa en llamas y luego les niegan las mangueras y los coches cisterna. Lo urgente (y lo costoso) es emplear a más profesores, y en condiciones más dignas, para que la tarea de enseñar pueda realizarse con eficacia. Lo fundamental es legislar para resolver problemas, y no para la galería. Lo importante, y también lo menos popular, es devolverle al profesor su dignidad profesional, lo que supone tomar medidas para que en las aulas queden restauradas la autoridad, la disciplina y el respeto. Se trata de conceptos poco rentables para un político. Desde luego, es mucho más sencillo prometer portátiles.

Ahora que lo pienso, puede que acabe de quedarme sin el mío.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 8/2/2008

Columna: "La Ley de Murphy"


miércoles, 6 de febrero de 2008

Las vidas ajenas


Hace unos años (lo conté en su momento) tuve que renovarme el DNI y me dieron un carné con la foto de otro fulano. Cuando señalé el error el funcionario no salía de su asombro. Nos miraba alternativamente a mi y al carné, como si la anomalía fuera yo y no el documento erróneo. Al final, en un alarde de puro surrealismo, me preguntó si yo conocía al tío de la foto. En ese momento se me encendió la luz de alarma, pues llegué a pensar que lo que el funcionario pretendía era que el de la foto y yo intercambiáramos nuestras vidas junto con nuestros carnés. Por suerte las cosas no llegaron tan lejos.

Al cabo de un par de años volvió a ocurrirme algo muy extraño, esta vez con Hacienda. Un día recibí en mi casa un requerimiento en el que se me reprochaba el no haber presentado cierta declaración de IVA. Es fácil imaginar mi estupor, dado que soy trabajador por cuenta ajena y cobro por nómina. Pero eso no fue nada cuando en Hacienda me revelaron que el IVA que tenía que declarar era el de cierto conocido restaurante de nuestra ciudad, establecimiento con el que no me vinculaba más relación que el hecho de haber comido allí un par de veces. Protesté airadamente, pero me miraron como si yo hubiera perdido el juicio. «El estrés del empresario de hostelería», debieron de pensar. Lo que siguió fue un aturdido peregrinar por instancias oficiales y despachos, un auténtico periplo kafkiano en el que llegué a cuestionarme si yo era yo o si era el dueño de ese restaurante soñando con ser yo. Mi pregunta era muy sencilla: «¿Cómo puedo demostrar yo que no poseo lo que no poseo y que ustedes se lo crean?». Al final una compasiva funcionaria se dignó separar el trasero de su silla, subir al archivo y rescatar de sus polvorientas estanterías el expediente original. Entonces quedó patente el error. Alguien se había equivocado al consignar un NIF en el ordenador. Dos números bailaron y el NIF que figuraba era el mío, con lo que yo acababa de convertirme, de humilde profesor de inglés, en empresario y restaurador. Me prometieron que lo arreglarían, lo que me arrancó tal suspiro de alivio que todos se me quedaron mirando. Unos meses después, recibí una nueva citación por no haber pagado el impuesto de sociedades de la misma empresa. Jamás nadie adquirió un restaurante con más facilidad ni encontró tantas dificultades para desprenderse de él.


Creo que todos estos problemas me han dejado trastornado, un pelín paranoico. Me ha dado por pensar que la Administración ha urdido algún tipo de complot contra mi persona, que alguien en las altas esferas burocráticas se ha empeñado en que yo deje de ser quien soy, como en esos programas de protección de testigos que salen en las películas, pero a la fuerza y sin previo aviso. Ahora me levanto angustiado todas las mañanas. Me da miedo ir al instituto y que no me dejen entrar a dar mis clases, porque he dejado de ser profesor y me he convertido en el señor que vende pipas en punta del parque. Me da miedo ir al banco y descubrir que mi cuenta ya no es mi cuenta y que, en cambio, soy titular de una hipoteca monstruosa por una vivienda en la que nunca he estado. Me da miedo que mi mujer y mi madre le hagan carantoñas a otro tipo más delgado y con más pelo que yo. Me da miedo volver a casa y encontrar a otro comiendo en mi mesa, ayudando a mi hijo con sus deberes, durmiendo en mi cama, etc.


Claro que, por otro lado, la intención podría ser buena. Hace poco leí que en la televisión norteamericana hacen un reality en el que dos familias intercambian al padre y esposo, que suelen ser dos personalidades muy antagónicas (por ejemplo, un motero y un devoto anabaptista). Cada hombre pasa una temporada en casa del otro, conviviendo con su familia y sujetándose a sus reglas. El motero se ve obligado a rezar antes de las comidas y beber zumo de naranja. El anabaptista se hincha a cerveza y escucha a AC/DC. Al principio todo les parece ridículo y desagradable, pero poco a poco van descubriendo las bondades de las vidas ajenas. La moraleja del asunto es que ambos aprenden a valorar lo que antes despreciaban, con lo que se convierten en hombres más dulces y tolerantes.


¿Quién sabe? A lo mejor la Administración ha pensado poner en marcha un programa parecido para perfeccionarnos como personas y ciudadanos, especialmente a los más correosos y recalcitrantes. Tal vez nos hayan tomado a algunos como experiencias piloto, y lo que yo considero errores burocráticos sean en realidad los primeros tanteos para someterme a un cambio drástico de identidad. No descarto, pues, despertarme mañana en casa de alguno de los lectores de este artículo (y él a su vez en la mía) y verme convertido en padre de familia numerosa, devoto creyente y manifestante asiduo contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Dios mío, qué pesadilla.


Aparecido en La Tribuna de Albacete el 1/2/2008


Columna: "La Ley de Murphy"