La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 14 de febrero de 2007

A ellos ¿qué les importa?



Hace algún tiempo se me ocurrió abrirle a mi hijo una cartilla de ahorro. En el banco (no importa cuál, todos se parecen) me dijeron que lo mejor era hacerle un Peque Plan, lo que viene a ser una especie de plan de pensiones en versión infantil. Dicho así suena un poco siniestro, pero pensé que no era mala idea, porque de ese modo el chiquillo se iría acostumbrando a sufrir el saqueo de las entidades de crédito cuando sea mayorcito. Lo que no me esperaba era que el Peque Plan obligara al padre del «peque» a suscribir un seguro de vida. Con todo, tras pensarlo detenidamente, tampoco me pareció mal (uno puede faltar cualquier día, etc). De modo que me fui a casa con los impresos del cuestionario y me senté a rellenarlos. Como suponía, se trataba de una batería de preguntas sobre mi estado de salud, aunque no incurrí en la ingenuidad de pensar que los señores del banco estuvieran preocupados por mi bienestar. Más bien me sentí un poco irritado el tonillo impertinente de las dichosas preguntas. Querían saberlo todo acerca de mis bajas laborales, enfermedades e intervenciones quirúrgicas. Y yo, como ciudadano bien domesticado que soy, fui contestando con absoluta sinceridad, temiendo que la menor inexactitud pudiera privar a mi hijo de su Peque Plan. Cuando llegué a la pregunta sobre mi estatura y peso, sin embargo, no pude evitar mentir un poquito, y he de confesar que al hacerlo no experimenté el menor remordimiento. Es más, pasé a la siguiente pregunta sintiéndome mucho más liviano y estilizado. Ahora me preguntaban si fumaba o bebía, y como no había ninguna casilla que dijera «moderadamente», contesté «no» sin la sensación de estar faltando a la verdad. La siguiente pregunta rezaba «deportes que practica», y yo, ni corto ni perezoso, consigné que dedico mi tiempo libre a la natación y al ciclismo, y es muy cierto que algunas veces, en verano, voy con mi familia a la piscina y que tengo una bici de montaña languideciendo en el trastero. Pero entonces me di cuenta de que había llegado a la parte «hard core» del cuestionario, pues, sin el menor disimulo, se me preguntaba si padecía o había padecido «enfermedades infecto-contagiosas, como hepatitis, o enfermedades de transmisión sexual, como sida y relacionadas». Aquí sí me faltó poco para enfadarme por lo que me pareció una intolerable intromisión en mi vida privada. A pesar de ello, respiré hondo y respondí que no, aunque sólo para encontrarme con lo siguiente un par de preguntas más abajo: «¿Le han hecho o recomendado un test de sida?». El interés real del entrevistador comenzaba a perfilarse. Por si cupiera alguna duda, al final del cuestionario volvían a la carga y me pedían que, en caso de haber respondido afirmativamente a la pregunta anterior, indicara la fecha del análisis y su resultado. Como ven, les importaba un pito si padezco halitosis o lumbago, o si sufro mis hemorroides en silencio. Lo que quieren saber es si tengo sida o si soy seropositivo, y me juego cualquier cosa a que, si hubiera respondido que sí, mi hijo se habría quedado sin su Peque Plan.

Me cuesta trabajo pensar que el autor de esta encuesta sea una especie de degenerado que sólo consigue ponerse a tono si se inmiscuye en la vida sexual de los demás. Creo más bien que lo que reflejan las preguntas es el sentir general con respecto a los enfermos de sida, a quienes se tiene por apestados, cuando no cadáveres ambulantes, y por lo tanto no-personas, especialmente para los bancos y las aseguradoras. Pero, además de eso, me irrita enormemente que un banco se crea con derecho a exigirles cierto tipo de información a sus clientes, por más que al pie del impreso te aseguren que no se lo van a contar a nadie. Faltaría más. Puestos a ello, casi sería preferible que destaparan sus cartas y que las preguntas se formularan en términos similares a éstos: «¿Se chuta usted caballo por la vena?», «¿Frecuenta usted los burdeles o practica la sodomía?». O bien, simplemente, «En los últimos cinco años, ¿la ha metido usted en algún sitio que no debiera?». Es más, si la última pregunta rezara «¿Está usted en el paro o gana menos de 20.000 euros al año, so desgraciado?», ya tendríamos el cuestionario perfecto para detectar parias sociales, personas que jamás serán candidatas a un préstamo o a un seguro de vida. Ni siquiera a un Peque Plan para sus hijos.

Bien mirado, no debería sorprendernos que esta época en la que todo se ha de contar o mostrar (piensen en los programas televisivos que más triunfan) excluya el derecho del ciudadano a su vida privada. No hay otra forma de eludir el estigma de la marginalidad que exhibir un certificado de pureza de sangre. Sin embargo, al pasar aceptar las reglas de este juego, quizá estemos renunciando a algo mucho más importante: al derecho a tener secretos, a que no todo se sepa sobre nosotros.

Me viene a la memoria, miren por dónde, mi última confesión, ocurrida hace muchos años, en mi ya desdibujada mocedad. Unos días antes, y tras meses de insistencia, yo había disfrutado de un tímido escarceo con mi entonces novieta. Pues bien, fue mencionarle esto al sacerdote y comprobar cómo el hombre, visiblemente excitado, comenzaba a exigir que le refiriera los pormenores del episodio. Al principio me sentí un poco azorado, pero después pensé que lo mejor sería no decepcionar al señor cura, de modo que comencé a inventar un detalle escabroso tras otro, hasta convertir lo que había sido un discreto filete en el guión de una película porno. Y les seguro que fue una gozada oír como aquel sacerdote me recriminaba por aquella «fornicación», cuando en realidad yo seguía más virgen que la Madre Teresa de Calcuta.

Les recomiendo encarecidamente esta línea de acción. Ante la impertinencia de los bancos, de las aseguradoras o del Estado, fabulen, mientan como bellacos, y mantengan así en secreto las zonas oscuras de su vida, que tal vez sean también las más importantes. Qué demonios. Están en su derecho. A ellos ¿qué les importa?

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 14/2/2007

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