La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 14 de enero de 2007

Opinar


Publicado el 10 de enero de 2007

Recibo la invitación de sumarme a las páginas de este nuevo diario con una columna de opinión. Soy consciente de que opinar comporta riesgos, y aún más cuando se hace por escrito y en un medio público. En mi favor alego que no soy un completo novato. Escribo desde hace tiempo y he tenido la suerte de ver publicados algunos de mis libros, en concreto cuatro novelas y una colección de cuentos. Con todo, siempre me he considerado un autor de ficción. Me valgo del truco de ocultarme detrás de los personajes de mis libros. Algunos de ellos se parecen a mí. Otros, en cambio, personifican las cosas que más detesto. Pero siempre soy yo el que hablaba por boca de mis personajes. Ellos han sido mi disfraz, mi coartada. Al mismo tiempo, me han ayudado a expresarme con la libertad que sólo está al alcance de los narradores de historias.

Esta columna, sin embargo, es de una naturaleza muy distinta. Admito que habrá también un personaje. Pero será un personaje único y llevará mi nombre. Alguien tal vez se tomará la molestia de leer estas líneas, y no faltará quien identifique a mi personaje con mi humilde persona (cierto señor con gafas y barba que teclea en la soledad de su despacho). Algunos podrían encontrar irritantes los puntos de vista que aquí se viertan. Y hasta habrá quien se sienta impulsado a pedirle explicaciones al columnista, ese tipo inventado que lleva mi nombre y mi cara, y con quien tendré que cargar igual que un ventrílocuo carga con su muñeco. No puedo ocultar que la perspectiva me inquieta. Por otro lado, el reto me parece emocionante.

Opiniones. La vida es un largo ejercicio de opinión. Empezamos a opinar desde que adquirimos las primeras palabras y lo seguimos haciendo hasta que nuestra conciencia se nubla o se apaga. Nuestras opiniones nos definen como seres individuales y distintos, afilan nuestra personalidad, delimitan nuestros contornos. Un chiste bastante vulgar (pido disculpas) afirma que las opiniones son como cierto orificio corporal: cada uno tenemos la nuestra y todos pensamos que las de los demás dan asco. Resulta burdo, pero exacto. Vivir es oponerse, y la opinión esa esgrima dialéctica que ejercitamos a diario. Opinamos porque intuimos que no nos queda más remedio, y porque de ese modo logramos abrirnos un hueco en este abarrotado mundo. Lo hacemos en la guardería y en el patio del colegio, en nuestro puesto de trabajo y en los lugares donde transcurre nuestro ocio. Opinamos sobre lo banal y sobre lo trascendente, con todas las escalas intermedias. Incluso nos permitimos opinar sobre lo que apenas sabemos, o bien sobre lo que nos trae sin cuidado. Estamos condenados a dar opiniones. Es nuestra forma de construirnos. Es el modo en que los seres humanos practicamos la «anamorfosis», precisamente el título que he elegido para bautizar esta serie de artículos.

Tal vez conozcan un cuadro titulado «Los embajadores», obra del pintor renacentista Hans Holbein. En la pintura vemos representados a dos personajes que posan en actitud rígida y solemne. Pero lo que nos llama la atención es cierto objeto grande, con aspecto de cigarro o dirigible, que parece levitar sobre el suelo, entre ambas figuras. Si miramos el cuadro desde el ángulo habitual (plantados de pie ante él) nos resulta imposible identificar dicha forma. Pero si adoptamos un punto de vista lateral, el misterio queda resuelto: el objeto extraño es en realidad una calavera, una alegoría de la muerte y de lo efímero.

Un objeto representado en anamorfosis tan sólo revela su naturaleza cuando lo observamos desde cierto ángulo. Pero el término puede emplearse en un sentido más amplio. La anamorfosis no es sólo una técnica pictórica, sino también una táctica necesaria en el complicado arte de vivir. Como si fuéramos actores, tratamos de ofrecer siempre el perfil correcto, aquel que más nos favorece o nos complace. La opinión es uno de nuestros métodos para lograrlo, tal vez el principal. Sin opiniones resultamos opacos e indistintos, igual que la calavera de Holbein. El truco de juicios nuestro entorno más cercano nos vuelve reconocibles y nos ayuda a vadear el fango de los días. Pero no sólo eso, porque también las cosas practican la anamorfosis. Con frecuencia el punto de vista convencional revela muy poco sobre los contornos exactos de la realidad. Es necesario desplazarse, observar desde otro ángulo y buscar la figura más allá de las trampas que se tienden a nuestra mirada. Me gustaría que estos artículos sirvieran también ese propósito. De ahí mi elección del título.

Ahora bien. ¿Serán mis anamorfosis lo bastante convincentes? ¿Resultarán mis opiniones lo bastante sólidas o interesantes como para justificar una columna semanal? Noto que empiezo a pisar terreno pantanoso. De momento, sólo puedo rogarles tiempo y paciencia. Y expresarles mi esperanza de no resultar anamórficamente aburrido.

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